Mi abuela hacía las mejores arepas del mundo. Aún vive, pero ya no hace arepas.
Siempre que llegaba a su casa la encontraba moliendo maíz blanco en
su eterna máquina de manivela. Me daba miedo esa máquina porque ella me
decía que se me podía ir un dedo por ahí. Para un abuelo decir “se le va
un dedo” no es el solo hecho de meterlo y ya, no! Es perderlo, para
siempre. Por eso prefería estar alejado de la máquina, así mi
curiosidad me carcomiera. A veces, cuando estaba apagada, o sea sin ser
humano que la manipulara, la estudiaba a ver por dónde era que me podía
quedar sin con qué rascarme la nariz por dentro.
El espectáculo entonces era ver a mi abuela dándole vueltas a la
manija con su mano derecha mientras que con la izquierda empujaba los
granos de maíz. La máquina por su parte cumplía con su lado mágico y
sacaba por su boca una masa blanca que caía en un platón de plástico de
color rojo.
Tan pronto había terminado de moler, mi abuela se remojaba las manos
con agua fría y hacía bollos a los que después les daba la forma de la
arepa como todos la conocemos; después las cocinaba al fuego directo y
las guardaba en un recipiente de plástico de color amarillo con tapa
blanca y ahí quedaban para que cada uno de sus seis hijos y sus entonces
tres nietos sacara las que quisiera y se las comiera.
Así era, si no todos los días, al menos día de por medio, pero
siempre había arepas en la casa y, para mí, eran las mejores arepas del
mundo. Hoy, cada vez que voy a Carulla a comprar un paquete porque se me
van acabando las que tengo en la nevera me parece que las que llevo, en
paquetes de a diez, son de mentiras, todas igualitas, sin gracia.
No había, nunca lo hubo, nada fuera de lo común en las arepas que
hacía mi abuelita, como tampoco lo había en el arequipe de costra dulce
que hacían los primos de mi mamá, que vivían a unas varias casas y que
también hacían cometas con papel globo y que mis hermanos y yo, junto
con los amigos de la cuadra íbamos a elevar a planeco, que era como le
decíamos a una planicie que quedaba a tan solo un par de cuadras de la
casa.
Planeco era un lote vacío que ya no existe, o bueno, sí existe, pero
lleno de casas y edificios; antes era una manga gigante (así le decimos
en Medellín a un campo lleno de pasto) con maleza crecida en algunos
puntos, pero que en agosto se llenaba de gente que salía a elevar sus
cometas, la mayoría hechas por los primos de mi mamá. También jugábamos
fútbol en planeco, cuando no podíamos hacerlo en la cancha porque estaba
jugando la gente grande, o sea los amigos de mis tíos, viejas promesas
del deporte en las que muchos vecinos depositaron toda su fe y
esperanza, pero que ellos cambiaron por la marihuana y el aguardiente
cuando los conocieron y no los dejaron ni ellos a los vicios ni los
vicios a ellos.
La bruja, según mi tío, era el mejor arquero de la ciudad. Sacaba
mejor que Oscar Córdoba, me dijo alguna vez, un diciembre, que
charlábamos en la puerta de la casa. La bruja pudo haber sido mejor que
Oscar Córdoba, pero conoció algo más llamativo que lo dejó enganchado y
con un tic constante de rascarse la nariz y mover la mandíbula hacia los
lados. Se ve hasta divertido cuando lo hace.
Ellos jugaban en la cancha, la misma cancha por la que pasaron las
esperanzas de todo un barrio. La esperanza de que saliera por lo menos
un jugador famoso para que inspirara a otros. Pero quien llegó primero
fue el futuro, y llegó mucho antes de estar preparados para recibirlo.
El Metro, el orgullo de la ciudad, decidió pararse con furia sobre la
cancha y abrió huecos gigantes para sus vigas y la cancha fue historia.
Diego, Juan Rodrigo, Higuita, Juan Gonzalo, Mauricio y Camilo -los
mellizos- y muchos otros nos quedamos sin cancha para jugar. Pero igual
teníamos a planeco, el morro y otras mangas a donde irnos a jugar, hasta
que crecimos. Hoy todas esas mangas y esos morros siguen siendo
famosos, aún más que aquellos días. Demás que los has oído nombrar, son
conocidos como “La comuna 13”, por donde no se puede caminar si no te
dan permiso. Yo lo hice sin permiso muchas veces, pero eran otras
épocas. Las balas y las explosiones de Pablo Escobar estaban en otras
partes, no en San Javier. Nosotros reíamos entonces, pero crecimos.
Diego se volvió un excelente músico que ahora viaja por el mundo con
el Ballet de Antioquia, Higuita es hoy en día Ingeniero Agropecuario, de
los dos Juanes no sé mucho, aunque a veces los veo. A Mauricio lo
mataron porque lo confundieron con su hermano, un famoso sicario del
cual nunca más volví a saber nada. Por mi parte, crecí y estudié
Comunicación Social, carrera que a estas alturas de la vida no sé si he
practicado como profesional o no.
Los domingos por la noche me visita la nostalgia y juntos recordamos.
Hoy llegó de sorpresa. Llegó cuando me comía una insípida arepa
comprada en Carulla y empacada en paquetes de a diez. Una insípida arepa
que sabe a fábrica, nunca a las dulces manos de mi abuela.
Aquella nostalgia q nos invade a los q disfrutamos en un potrero y un balon sin tanta tecnologia q nos jodiera la vieja. Esa vida q teniamos, esa misma q nos arrebato la tecnologia
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