Es verdad, los colombianos somos
los seres más felices del mundo. En cualquier lugar, por absurdo que sea,
buscamos –y encontramos- excusas para satisfacer esa felicidad: el buñuelo más
grande del mundo, una imagen de la sagrada familia dentro del hueco de un
pandequeso o las películas de Dago, no importa. Hay mujeres que ven una hazaña
épica en rebajar 2 kilos para poder usar con confianza el pantalón talla 14.
Entonces, ¿por qué no me voy a
sentir orgulloso de mi historia? Tiré un volador cuyo palo cayó justamente en
el mismo punto desde donde fue lanzado. Quién mas puede contar esa historia en
este país. Si otros se enorgullecen por preparar un tamal que alimenta a 500
personas por qué no puedo hacerlo yo –sentirme orgulloso, el tamal no-.
Para empezar, debo reconocer que
la pólvora usada de manera irresponsable me parece una irresponsabilidad. No se
le puede entregar una papeleta a un niño, por mucha pinta de futuro exalcalde
que tenga. Si hay algo que nos ha enseñado la historia es que la pólvora solo
debe ser maniobrada por expertos, es decir esmeralderos y traquetos –ojalá borrachos,
ambos-. Como la única esmeralda que conozco es una prima segunda y de traqueto
lo único que tengo es la nacionalidad y un gusto ilógico por John Lennon, soy,
de entrada, un inexperto para manejar cualquier artefacto que contenga pólvora,
llámese papeleta, arma de fuego, cañón naviero o burro bomba.
Sin embargo, como irresponsable
que siempre he sido, eso no me detuvo aquella noche decembrina en la que, con
unos amigos, fuimos a parar a la finca de uno de ellos vaya usted a saber por
qué.
Diciembre y su música son una
mezcla que para mí puede resultar alérgica, así que preferí dejar el fandango
en el que se encontraba mi grupo de contertulios y salí a caminar como buen
amago de bohemio por el verde césped.
Olvidé decir que llevábamos
voladores a la finca? Con un cigarrillo en la mano y un
volador en la otra, comenzó mi hazaña.
No sé si usted ha tenido la
oportunidad alguna vez de tirar un volador. Si no lo ha hecho, déjeme decirle
que no es tan sencillo como se ve en los noticieros, cuando los periodistas se
acuerdan de que Colombia no solo es Bogotá y entonces les toca salir a los
pueblos a ver qué está pasando por allá.
Acá, me permito hacer la
salvedad, quiero hacer énfasis en que crónica pueblerina que se respete siempre
tendrá entre sus elementos este par de calcomanías de colección: un niño vestido
con camisilla color naranja, motilado a ras hace poco menos de un mes y con un
moco que se secó entre la fosa y el labio superior una media hora antes de que
la cámara lo grabara. Y posteriormente la simpática sonrisa de un señor carente
de incisivos, el cual es el encargado, además, de una titánica tarea: cargar en
la misma mano una cerveza y un volador. La imagen es impactante no solo por el
hecho de maniobrar dos elementos en una sola mano, si no porque la nota es
grabada a medio día, lo cual confirma una triste verdad: somos un pueblo
bebedor y escandaloso a cualquier hora.
Pero no estaba hablando de eso. Decía
que lanzar un volador no es tan sencillo como tomarlo, encenderlo y ya. Debe haber
una comunicación entre él y tú. Por unos momentos son uno los dos, él te habla
y tú lo escuchas. No puedes soltarlo inmediatamente, debes agarrarlo bien,
nunca por el palo. En su momento él te hará saber que está listo para
abandonarte y tú, que ya lo sientes propio, debes dejarlo marchar, así te
duela.
Pero hay que entenderlo, ese es
su destino, él lo escogió hace un tiempo en aquella bodega en la que unas manos
tomaron pólvora a puñados y él, en su idioma polvoril, les pidió que no lo
volvieran papeleta, tampoco tote. Su sueño era ser un volador, como en aquel
cuento de Oscar Wilde que había leído cuando tan solo era nitrato de potasio. Él
escogió ese destino, así que déjalo ir.
Y eso hice yo. Después de
enviado, como suele suceder, me quedé viendo su recorrido hasta que estalló en
el aire. Y acto seguido, como buen ensimismado que soy, me quedé mirando el
cigarrillo hasta que un silbido cruzó el espacio y sentí algo que pasó muy
cerca de mí. Cuál no sería mi sorpresa cuando vi que, en el mismo punto desde
donde lo había lanzado, había caído el palo del volador. Y para mejorar la
escena, se había enterrado recto.
Corrí a contarles a mis
compañeros lo que acababa de suceder, les narré con lujo de detalles todo, pero
fue en vano. Mi historia les pareció, por lo menos, absurda, así que siguieron
en su fiesta, con su música, con su diciembre.
A la madrugada siguiente un amigo
vio el palo enterrado y preguntó qué era eso. Se lo expliqué y cuando empezaba
a creerme y a emocionarse con mi historia gritó alguien desde la casa:
“Rápido, vengan, una tía mía está
en el noticiero”. Fuimos y efectivamente ahí estaba la señora: era una de las
200 señoras más que ponían sus manos para amasar el que sería el próximo tamal
más grande del mundo.
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