sábado, 25 de agosto de 2012

Dos años

Laguna de Guatavita. Atardeciendo. Cuando el dolor se olvida (Foto Alejo Mejía)

Dolor. Aprendí a escribir con dolor, con rabia, con las manos quemando y las palabras ardiendo. Con las ideas a medias en la cabeza e incompletas en la página. Aprendí a odiar sin rabia y a guardar rencor del sano. Aprendí que la vida no valora los sacrificios, que la toalla está muy cerca y que las lágrimas no me gustan. Aprendí, como no quería, que el aire es muy valioso.

Respiré desnudo y me ahogué con agua, miré hacia arriba buscando una luz que se me hizo eterna durante tres segundos y volví a la vida. A la vida que cambió sin haberme avisado, sin haberme dicho, por lo menos, “ve, mañana no será lo mismo, preparate”. Y no estuve preparado. Tenía la cabeza perdida en mil güevonadas que creía importantes y no percibí en ningún momento que el mundo se sacudiría, frío, parco, hostil. Las tablas se me hicieron duras, ajenas. Las luces me aburrieron, las risas llenaron, pero no era suficiente. Ya el rencor estaba creciendo. Y el telón seguía abierto.

Rezar no fue suficiente, no lo es nunca. Cuando nos estamos ahogando cualquier palo es salvavidas. Así que preferimos no hundirnos y guardar la compostura. La misma compostura que me pedía mi mamá en casa ajena “Comete todo que qué pena con ellos”. Y así supe que un plato se deja vacío, así la comida sepa a mierda. Porque es pecado botar comida, pero no es pecado pasar por encima del otro. No es pecado hacerte el cajón y creer justificarlo. Porque afuera todo es sucio y a mí no me avisaron. Me hicieron creer que estaba preparado. No lo estaba, nunca lo he estado, nunca he querido. 

Preferí las historias sanas, quise creer que eran posibles. Así me crie, solo, en un mundo que salvaban superhéroes de mentiras, pero que eran tan reales. De capas rojas y máscaras que ocultaban una identidad tan obvia que hasta dudé si realmente eran ellos. Y mis héroes se volvieron reales y conocí la admiración verdadera, la que no calla, la que dice, la que valora. Y nunca se me quebró la voz para decirle a alguien que lo admiraba, que lo quería, que le agradecía a la vida que se me hubiera cruzado por la carretera. Por la misma carretera que agarré hace dos años, cuando creía que todo era posible. Cuando salí de mi casa con una maleta cargada de cosas buenas porque creía que todo iba a estar bien, creía que el mundo me iba a quedar chiquito, creía en mí. Creía.

Hoy los dedos me pesan, no tanto como las oportunidades que se han ido, que no han llegado, que me han arrebatado. Hoy miro a la ventana buscando la luz que se me fue por tres segundos, sin avisarme, sin decirme “ve, preparate, porque mañana no será lo mismo”.




viernes, 24 de agosto de 2012

Yo me hacía el dormido para ver Las Hinojosa


Pocas cosas tienen tanto de dudoso como aquella frase de “todo tiempo pasado fue mejor”. Envidio a los nacidos después de 1990, para ellos internet ha existido toda su vida: Google, Youtube, Wikipedia y Youporn…y una que otra página que enseñe algo, pero para eso se supone que están el colegio y la universidad.

A mí y a mi generación nos la pusieron difícil. No era tan sencillo como entrar a Youporn, donde no es solo ver porno y ya. No, Youporn es porno ilimitado, seleccionable, satisfactor de fetiches, calmante de antojos y convincente motivo de momentos íntimos. 

A nosotros nos tocó duro. Para empezar, los Betamax o VHS eran uno por casa y, por lo general, estaban ubicados en la sala, conectados al único televisor de la familia en la que la madre no siempre trabajaba, así que estaba presente a cualquier hora del día. Y si no era ella, bien podía ser relevada por una hermana mayor (de ella o de uno, da lo mismo). Por eso, cuando el porndealer de confianza aparecía con su última adquisición comenzaba la búsqueda entre todos los amigos de una casa libre de adultos para poder calmar la necesidad preadolescente de ver un par de tetas sacudiéndose tranquilas (porque en aquellos tiempos la silicona solo servía para arreglar ventanas y las tetas se movían tan libres como Juan Carlos Martínez).

Con estos antecedentes no es descabellado pensar que fue un acontecimiento nacional cuando se supo que Amparo Grisales y Margarita Rosa de Francisco, conocida desde muchos papeles antes -y desde entonces en todos sus papeles- como “la niña Mencha”, iban a protagonizar una versión televisiva de “Los pecados de Inés de Hinojosa”, el libro de Próspero Morales Padilla. A mis escasos 10 años poco me importaba quién carajos era Próspero Morales Padilla, además estaba seguro de que el único libro que había leído juicioso para entonces había sido “El mundo de los Gnomos”, narrado por David. 

Pero, como era conocido de antemano, había mucho de erotismo en dicho libro -el de Morales Padilla, claro está-, así que no había que ser un genio para saber el resultado de la sumatoria de los factores: libro erótico + televisión + Amparo Grisales = ¡tetas! Sobre todo por este último factor, ya que Amparo Grisales ha sido practicante del arte del desnudo desde los tiempos del daguerrotipo. Lo verdaderamente llamativo era que, vaya uno a saber cómo, se había filtrado que Margarita Rosa también pelaría en televisión nacional las suyas, y eso era una excelente noticia en épocas en las que no habían revistas como Soho o Donjuan.

Pero no todo era color de rosa, como me imaginaba los pezones de Margarita Rosa, ya que dicho programa sería transmitido en televisión nacional los viernes a las 10 de la noche, lo que correspondía a un irrefutable hecho: gracias a una campaña de Inravisión, todos los menores de edad éramos invitados de honor, después de las 8 de la noche, a acostarnos y dormirnos, no sin antes lavarnos y nuestros dientes cepillar. Así que para ese momento, se supone, yo ya debía estar abrazando una almohada y visitando mis más dulces sueños infantiles.

Asustado, preocupado, al borde de la tristeza, pensé que todo estaba perdido. Muchas noches sucumbí ante el sueño, muchas noches me hicieron sucumbir a la fuerza. Varios sábados tuve que soportar historias de familiares o amigos en las que alguien narraba las escenas más apasionadas mientras yo me mordía los labios para no llorar y dejaba a mi cabeza recrear lo que oía de aquellos que habían visto momentos tan importantes para la historia de la televisión nacional. Porque, y siempre lo defenderé, actriz nacional que pele teta en pantalla -chica o grande- cambia la historia y merece ovación de pie de parte de su público espectador. 

Flora Martínez, Angie Cepeda, Marcela Mar, María Adelaida Puerta y hasta Vicky Hernández han llevado consigo mis aplausos incógnitos. Su sacrificio no ha sido en vano. Yo he sabido valorar la dificultad y el pudor de una escena frente a un grupo de inescrupulosos detrás de cámaras. Y no iba a ser diferente en el caso de Amparo Grisales y Margarita Rosa. Es que pelando teta también se construye patria.

Decidido entonces a cambiar el oír historias (para eso leía el libro) por ver en directo las afamadas escenas, ideé el que para mí era el plan perfecto: me haría el dormido.

Llegado el viernes, después de haberme lavado y cepillado mis dientes, repentinamente fingí un miedo ilógico a dormir solo y pedí a mis padres la oportunidad de abrirme un campito entre los dos para arropar con el manto del cariño paterno a su temeroso hijo. No tuvieron mucho tiempo de pensar su respuesta cuando yo ya me encontraba en medio de los dos, sumido en un “profundo” sueño. 

Compleja labor hacerme el dormido, pero valió la pena. Tan solo fue oír la música de época y los primeros diálogos para que yo, maestro en las artes de abrir cuidadosamente los ojos para fisgonear, dejara espacio entre párpados y distinguir al detalle las figuras que veía en el televisor. 

No pasó mucho tiempo antes de recibir el premio a mi paciencia, sin embargo mis recuerdos son vagos. La mente me es borrosa, solo pequeños fragmentos, mejor dicho, no tengo idea de qué pasaba en la historia, solo sé que por algún motivo Amparo Grisales, en su papel de Inés de Hinojosa, junto a Margarita Rosa de Francisco, en su papel de “Niña Mecha de Hinojosa”, hablaban de algo y sin motivo aparente las ropas cayeron, las tetas salieron y ellas se besaron. No recuerdo más. En ese momento el cuerpo me jugó una mala pasada y mis padres, otrora convencidos del profundo de su sueño de su hijo, percibieron cómo la sábana tenía una pequeña elevación y, muy prudentes, fingieron cansancio y apagaron el televisor. 

¿Por qué tenés que tener vida propia? ¿Muy difícil esperar hasta el otro día? ¿Tenías que manifestarte justo en ese momento? Preguntas que nunca fueron contestadas por el sujeto en cuestión, pero que me impidieron saber qué pasó después, ¿manoseo? ¿Bajada al pozo? ¿Obscenidades de época? ¿Nalgadas? Nunca lo sabré.

Hace unos años Señal Colombia retransmitió la serie, ahora sí en un horario más decente en el que niños de 10 años podían escoger entre “El factor X” o las tetas de Amparo Grisales. Por el rating supe que ganó el primero. Las tetas ya no tienen tanta importancia como la falta de talento y el exceso de lástima. Por mi parte, me dio nostalgia ver a Diego Álvarez y a Delfina Guido vivos, actuando. 

Nunca esperé con la misma paciencia infantil la escena que nunca fue, ya no me interesaba saber qué había pasado entre “Las Hinojosa”. Para entonces ya tenía Youporn.

lunes, 13 de agosto de 2012

Garzón

Jaime Hernando Garzón Forero

Dicen algunos que la importancia de un suceso radica en recordar qué estaba haciendo usted cuando se enteró.

El 11 de septiembre de 2001 estaba saliendo de clase de 6 am en la Bolivariana de Medellín; el 25 de junio de 2009 a las 4 pm subía la avenida Las Palmas en mi carro; el 2 de diciembre de 1993 había empezado a trabajar como Papá Noel en el Centro Comercial Monterrey cuando me enteré por medio de los radios de los vigilantes que la historia de Medellín había cambiado nuevamente. Recuerdo también con algo de nitidez la madrugada del 2 de julio de 1994, estando en Girardot, en la finca de mis tíos, cuando éste entró llorando y nos contagió a todos.

El viernes 13 de agosto de 1999 me levanté temprano para ir a la universidad. Tenía clase de 8 am. Por esa época pesaba poco menos de 120 kilos, tenía una novia con la que llevaba 7 meses y creía que el mundo era chévere. Ese día se cumplían 4 años de la muerte de mi abuela paterna, Bertha Elena, que había muerto en 1995, domingo a medio día mientras mis papás estaban en un carro por el oriente antioqueño cumpliendo una cita que tenían con Valentín, un viejo amigo de mi abuelo paterno, Gregorio, el esposo de Bertha Elena, que había muerto, mi abuelo, el 4 de febrero de 1989.

La cita de mis papás con Valentín tenía como objetivo la compra de un terreno que éste tenía para la venta después de haber loteado su finca y haberla repartido equitativamente entre sus 15 hijos. Los cálculos no fueron los apropiados y al final sobraron 2 terrenos que Valentín le ofreció a mi papá al saber que quería comprar algo para armar su finquita, su sueño de toda la vida. El negocio se hizo más fácil cuando Valentín supo que mi papá era el hijo de Gregorio, su vecino de finca y gran amigo de aguardientes en la fonda San José.

La fonda San José era una tiendita pequeña donde se reunían a tomar aguardiente y escuchar bambucos los campesinos y los dueños de las entonces grandes y sin pretensiones fincas de Guarne. Cuando se pensó en construir un aeropuerto moderno, a la altura de una ciudad como Medellín, fue necesario hacer una nueva vía que conectara la autopista Medellín-Bogotá con el nuevo lugar. Milagrosamente la fonda San José se salvó por unos cuantos metros de ser arrasada. Lo mismo pasó con la finca de Valentín.

No pudieron contar tal historia otras fincas, entre ellas la de don Gregorio Mejía Gutiérrez, mi abuelo, y de la cual solo quedaron los recuerdos de sus hijos que cada vez que pasan por allí, inútilmente intentan describirles a los suyos propios cómo era todo hace más de 25 años. Las versiones se encuentran, los recuerdos se estropean, la memoria engaña.

Mis papás se enteraron, no sé cómo, de la muerte de mi abuelita. Cuando llegaron a la casa de ella yo llevaba mucho rato allí. Me había enterado antes de la 1 pm, cuando mi primo Juan Carlos, el mayor de los primos, me contestó el teléfono y confundió mi voz con la de mi tío Rodrigo, al que le decimos Papo, y me dijo que la abuelita se había muerto. Los celulares eran entonces un lujo reservado para mafiosos, así que no había manera de avisarles a mis papás.

No recuerdo qué le dije a mi papá apenas llegó, ni tampoco qué me dijo él ese 13 de agosto de 1995. Pero sí recuerdo perfectamente qué me dijo 4 años exactos después, a las 7 de la mañana.

A mí Jaime Garzón no me cambió la vida. Vine a entender su humor muchos años después. No sé qué vi en él y estoy seguro que se ha dicho mucho y se desconoce el doble de lo que realmente era. Leí su biografía, he visto sus videos, compré el DVD que Caracol sacó, no como homenaje, sino como la más descarada explotación de un nombre. Grabé en un VHS el programa de José Gabriel que transmitieron ese mismo viernes, sin editar, y donde se comprobaron tres cosas: que Garzón era realmente un genio; José Gabriel Ortiz un pésimo entrevistador; y que, por salir del paso, Jaime Garzón cantó una canción que vendieron falsamente como su canción favorita y a cuya frase inicial le dieron el rótulo de “despedida”. Grabé también en el mismo VHS el entierro transmitido por Caracol a la mañana siguiente con D´arcy Quinn y Yamid Amat de gafas negras para no dejar ver sus ojos, probablemente vueltos mierda de tanto llorar a su amigo. De ese VHS no sé nada. Demás que se perdió, demás que está por ahí, guardado en alguna parte en la casa de mis papás. Lo buscaré.

Ese 13 de agosto no alcancé a ver el noticiero CM& en la noche, cuando César Augusto Londoño dijo la frase más sentida que se ha dicho en televisión nacional en vivo. Gracias a YouTube pude hacerlo muchos años después, y se sigue viendo tan honesta y sincera como hace 13 años. No necesitó grandes párrafos, ni derramar falsas lágrimas. Apenas 8 palabras y fue suficiente.

Lo recuerdo. Esa mañana del 13 de agosto de 1999, al entrar a la habitación de mi papá, a saludarlo, lo encontré parado, literalmente, frente al televisor. Tenía su brazo izquierdo estirado y la mano apoyada en la pantalla, con la derecha se agarraba la cabeza. Apenas me vio entrar me dijo “hijueputas! Mataron a Heriberto de la Calle”.