jueves, 6 de diciembre de 2012

En busca de la media perdida. Capítulo final "Apareció" (Novela Macondiana)


Años después pensaré en aquel episodio y lo recordaré como una de las actividades más extrañas que sucedieron en Cedritos durante los tiempos en que el Coronel Alejandro Mejía infundía respeto y temor con tan solo mencionar su nombre. Y eso que no es descabellado afirmar que Cedritos fue conocido desde siempre por ser un lugar donde cosas raras sucedían con frecuencia; como aquella tarde en la que Benjamín Orozco, quien se dedicó a la noble y taciturna labor de venta de productos al menudeo en su tienda de barrio, casi que desde principios de la vida misma -cuando las cosas eran bautizadas al antojo de quien primero las encontrara- tuvo a su haber una de las más notables.

Fue leyenda conocida a voces necias aquella tarde en la que Benjamín, bautizado por el hijo de su compadre Otoniel como “Don Benja”, encontró dentro de un envase de gaseosa aún sin destapar un pitillo de papel enrollado, el cual confundió primero con un billete de mil pesos, de aquellos en los que el rostro del caudillo Jorge Eliecer Gaitán se mostraba manso frente a una multitud que se había agolpado en la plaza de Bolívar, días antes de aquel lúgubre acontecimiento que habría de cambiar la historia de una nación y que desde entonces se conocía como “El Bogotazo”; y después de eso, al notar que no era un billete, confundió con un papiro en el que Clemente Monsalve, para entonces reo vitalicio de la cárcel de Engativá, enviaba una petición de libertad sobre su condena inmerecida, ya que nunca había cometido el crimen del cual le acusaban, que era, nada más y nada menos, el de haber asesinado de cuarenta y cinco puñaladas en el corazón al primer novio de quien consideraba el amor de su vida, Martirina Soledad Márquez.

Cuarenta y cinco puñaladas, todo porque, según el juez que llevó el caso, tanto amor guardado necesitaba salir de a pocos. Por eso, cuando Clemente terminó la inclemente tarea de agujerear el cuerpo de Ancízar Villada, éste se elevó por los aires dejando a su paso un aroma que aún retumbaba en las calles de Cedritos la tarde en que Benjamín halló dentro del envase de una gaseosa aún sin destapar un pitillo de papel enrollado, al que primero confundió con un billete y luego con una carta de perdón y olvido que jamás llegó a tiempo porque justo esa mañana Clemente fue encontrado muerto en la cama de su celda. Tenía su cuerpo pálido y la expresión de su rostro no podía recordar un sentimiento diferente a la lujuria. Ningún guardia atinó a recordar algo sospechoso, ni siquiera la visita inesperada, la noche anterior, de una llamativa mujer que entró a la penitenciaría llevando en sus manos un canasto con una cena para dos, que consistía en los más selectos quesos y jamones.

El certificado de defunción fue parco debido a la pereza del notario. Parco, pero no por eso mentiroso. Con una descripción que no abarcó la mitad de la hoja, Clemente fue declarado muerto bajo la descripción “Nada más peligroso que una mujer ofendida”.

La historia del pitillo llegó hasta mis oídos gracias a Doña Isabela de Montaner. Fue durante una corta visita a su casa que pretendía ser más un arreglo innecesario de una silla desbarajustada que lo que en realidad terminó siendo: una charla extendida por horas en las que las historias más sorprendentes de Cedritos llegaron a mí con tal desorden que si erro algunos datos, ofrezco mis disculpas y pido que se me juzgue bajo el principio de ignorancia, más nunca el de maldad.

Doña Isabel de Montaner llevaba este apellido a pesar de nunca haber estado casada en lo que ella misma se esmeraba en llamar su “puta y desordenada existencia”. Lo que nadie sabía, y me enteré yo sin pretender hacerlo, es que conservaba desde los tiempos en que Cedritos no era más que un barrizal, un antojo sexual insaciable que había tenido un único satisfactor: Don Benjamín.

Enredado por la información adquirida y sin poder volver a mirar a alguno de los dos a los ojos, me dirigí hasta a tienda de don Benja y sin darme cuenta de lo que hacía, compré lo primero que se me ocurrió pedirle, no tanto por la necesidad de usar lo que comprara, sino por evitar crear en mi imaginación los encuentros fogosos que Doña Isabel me había descrito al detalle. Al llegar a mi casa solo atiné a abrir las bolsas y encontrarme con un sobre de esencias florales, dos paquetes de pandebonos, un bocadillo veleño, mil pesos de salchichón, una bolsa de leche semidescremada y un jabón en polvo para lavar la ropa.

No sé qué fue de mí durante varias semanas. No quise volver a salir y me negué frente a cualquier favor que me fuera pedido, así el mismísimo Coronel Alejandro Mejía me lo solicitara. No quise verle la cara a nadie, ni siquiera a mí mismo, razón  por la cual decidí arrancar de tajo todos los espejos de la casa. Me perdí en el abismo de la tristeza y olvidé cómo debía reaccionar el cuerpo a la hora de ser feliz. Por más que intenté fue imposible generar un asomo de sonrisa en mi boca descuajada. A pesar de no volver a comer algo diferente a pandebonos engordé ciento veinte kilos y cada vez que intentaba recordar algún momento feliz, así hubiera sido transitorio, el cielo me recordaba con una lluvia de lodo que la felicidad no estaba hecha para las personas diáfanas y dicharacheras. 

Organicé los recuerdos de a poco. Ubiqué las ideas unas tras otras y doblé con esmero mi ropa una y otra vez, con la única intención de sorprenderme a mí mismo realizando alguna actividad lógica para no regresar a la cordura. Fue entonces cuando supe que había extraviado una media, que no aparecía por más que la buscara, como si quisiera jugar conmigo un juego del cual desconocía las reglas.

Acongojado salí al mundo y me enfrenté con todos. Recordé la tarde remota en la que Doña Isabel me contó sus secretos, me habló de sus amores y me confesó que entre tantos amantes transeúntes, destacaba dos: uno sexual y otro puro. Solo dos hombres habían sido lo suficientemente sagaces para descifrar el corazón de una mujer necesitada. El uno la satisfacía en la cama. El otro le llenaba el corazón, pero lo llenó tanto que la traicionó al creer que el amor se estanca si no tiene por donde fluir. Doña Isabel guardó silencio y rencor. Juró nunca volver a ver a ese hombre y cumplió al pie de la letra su promesa, hasta la noche en que lo visitó por última vez. La noche en que llevó una cena para dos. Una cena con los más selectos quesos y jamones.

Me senté en un parque a mirar hacia algún lado. Mi mirada se encontró con la de Benjamín que venía hacia mí con una gaseosa. Hace rato no lo veía, me dijo. Estaba perdido, le respondí. Me estuve buscando, también a una media que aún no encuentro. Comenzaba a enfriar la tarde, así que me puse la chaqueta que llevaba en las manos. Al sacar la mano derecha por la manga tenía la media agarrada. Volví a sonreír.


lunes, 3 de diciembre de 2012

En busca de la media perdida. Capítulo 2 (Canción de Arjona)

La soledad viene acompañada de formas tan inverosímiles
Que a veces parecen tan disimiles
Como si Ucrania invadiera Paraguay

Tú y yo somos dos que parecen tres
Como Providencia, San y Andrés
Y el alma ya no se queja diciendo “Ay!”

Extraño tu calor en mis pies desnudos
Incompletos a pesar de estar completos
Pero si hicimos todo lo que se pudo
Curioso es que no hayan motivos para estar contentos

El norte debajo de tu medio centro
Perdido itinerante en mi brújula añeja
Me dices loco sin saber que no estoy cuerdo
Y tu calor amigo que de mi pie se aleja

Pienso en el tiempo que pasamos juntos
Estarás allá, en medio de difuntos
No encuentro motivos para tu abandono

Tu hermana triste clama tu presencia
Te hubieras despedido, qué poca tu decencia
Calmaré mi hambre con un pandebono

Todos somos nada
Todos somos todo
Todos somos un poco de perfidia

Pienso en tu destino vilipendioso
Fue el tiempo que compartimos, hermoso
Esperaré tu regreso, amada media





domingo, 2 de diciembre de 2012

En busca de la media perdida. Capítulo 1 (Novela policíaca)


Sábado, 11 am.

No sé cuándo fue la última vez que la vi. No lo recuerdo, no porque no me importara, sino porque eran tan normales nuestros encuentros que me había acostumbrado a que sucedieran como algo normal; como bañarme en las mañanas o sacar a pasear mi perro dos veces al día. Por eso me extrañé cuando no estaba ahí, en el mismo lugar donde siempre se hallaba, como esperándome, como queriendo decir “has vuelto, qué rico verte”.

Pienso cuándo pudo haber sido nuestro último encuentro. Un par de semanas antes, a lo sumo, porque teníamos la costumbre de pasar juntos al menos un día a la semana y en ésta que agonizaba no lo habíamos tenido. No recuerdo haberlo tenido. No creo que estuviera borracho como para haberlo olvidado. Nunca he sido un bebedor, de ninguna clase, ni siquiera de esos que llaman “sociales”. El trago y yo no hemos sido tan amigos como muchos creen, gracias a esa fama que me gané no sé de dónde ni gracias a quién. Así que la idea de estar borracho y haber olvidado cuándo fue la última vez que la vi quedó descartada de entrada.

Revuelco recuerdos, los mezclo, hago uniones ilógicas buscando la respuesta a un interrogante que aún no es claro en mi cabeza. Me paro, doy vueltas, camino por cada espacio de mi casa como si quisiera encontrarla de sorpresa, así, de la nada y acabar con este momento tan incómodo.

Sigo pensando.

Sábado, 10:30 pm

Tuve que salir a cumplir unos compromisos que había adquirido desde hace un par de meses y acabo de llegar a casa. Había olvidado que no nos vimos esta mañana. Lo olvidé por completo, me sentí mal con ella cuando recordé la zozobra que tuve hace unas cuantas horas y la tranquilidad que me embargaba en este momento. Será que no la quiero tanto como quise demostrarlo cuando no la vi en el lugar de siempre? Será que fue una simple emoción pasajera, una muestra del egoísmo que siempre me ha caracterizado, de mis ganas de tenerla y hacerla solo mía? Que me sirva hasta cuando a mí me interese y después me deshaga de ella como si fuera un objeto inservible?

Por dios! Qué pensamientos más oscuros los que me invaden la cabeza en este momento. Qué clase de criatura soy?! Insensible, eres un insensible! Me repetí hasta encontrarme al borde del llanto. Tan al borde que no fui capaz de controlar mis propios pasos y caí presa de mis frías lágrimas. Y lloré como un niño inconsolable, pero nunca supe si fue por la vergüenza que sentía de ser yo mismo o por ella, por no saber dónde está, si estará bien, si también se ha preguntado por mí, por saber cómo estoy, si la extraño, si la pienso. Me pregunto si también habrá llorado allá, donde esté, perdida.

Necesito dormir. Mañana será un día nuevo y todo mejorará. quiero guardar la esperanza. A lo mejor vuelve, de pronto siempre estuvo ahí y fui yo el ciego que no la quiso ver. Necesito descansar...

Continuará...



martes, 20 de noviembre de 2012

Blanca

Carrilera. Foto Alejo Mejía (no tiene derechos reservados)

Y volviste, vos tan blanca, tan callada, tan imperceptible y tan dolorosa. Y volviste una noche de noviembre y nos sacudiste sin darnos al menos el tiempo de reaccionar para saber cómo sos, cómo te ves cuando decidís aparecer, así de la nada; así como te especializaste, como te gusta hacer tu entrada triunfante: dejando a todos quietos y fríos.

Y volviste, esta vez por alguien que te había buscado así vos no quisieras visitarlo. Ya estaba listo? Estás segura de que era la hora? Fue como lo quiso?

Me quedé seco cuando se fue. No había nada que me calmara la sed; ni el aguardiente, ni mis lágrimas. Y lloré como lo hice cuatro veces antes, porque me desarmaste de a poquitos, hace 30, hace 24, hace 18, hace 10 años; y hace 4 horas. Te dieron permiso de hacerlo? Quién? Decile que ahora soy el mayor, la responsabilidad de algo que nunca quise ser. No era yo el indicado para esto, para eso estaban ellos, que sabían cómo era la vaina de llorar hasta pedirle a la vida que te seque los ojos para no tener que ver el mundo después de tu llegada tan blanca, tan callada, tan imperceptible y tan dolorosa. Para no tener que abrirlos y saber que soy un enredo de recuerdos que, si fueron alegres, ya me saben a nostalgia, y cuando la nostalgia llega de visita, así como vos, nubla la felicidad y la pinta de negro y suena triste.

Acá te miro y oigo tus historias, así me las contés a medias. Aprendí a inventarme los vacíos, a imaginarlos como si hubiera estado ahí siendo testigo de primera mano. Aprendí a imaginar más allá de las palabras y por eso te entiendo, o pretendo hacerlo. Porque me pongo de tu lado y te oigo atento, esperando el punto de giro que nunca llega, quizás porque no lo buscás, porque tus historias son honestas y la honestidad es tan simple que parece aburridora. Pero tranquilo, aquí me tenés concentrado en cada una de tus palabras y de tus gestos. Contame que te quiero oír, a ver si estamos de acuerdo, a ver si me explicás las cosas que no comprendo, como por ejemplo, por qué viniste. Por qué así, de sorpresa, sin aviso, sin darnos tiempo de nada. Así te aparecés y ni siquiera te hemos visto. Te sentimos, de pronto, por allá, como un viento frío que sale de ninguna parte y se pasea por el cuello despertando esos pelitos que no sabíamos que teníamos. Curiosa manera de decir “ve, por acá llegué”. Pero no das la cara, al menos no la tuya. Te mostrás en otros y sos tan bonita que alborotás el alma y sus archivos.

No era la hora que queríamos, pero no somos los que decidimos. Sos vos? Tampoco creo que así sea. Sos la mensajera, la del mandado maluco, la del trabajo feo. La que se gana la mirada inquisidora. Sos la del recado incómodo, la del “llegó la hora, nos vamos”. Visitame tarde, inconciente y perdido. Tomemos algo, salgamos primero. Conozcámonos. Vos tan blanca.

jueves, 13 de septiembre de 2012

Ventana



Agachate el sombrerito y por debajo mirame

Agarré de la nada la costumbre de escribirle los miércoles por la noche. La última vez que lo hice sonaba por allá, en algún lado, algo de la Dúrcal. Nunca supe de dónde salía la melodía. A lo mejor era yo mismo el que cantaba, pero estaba tan concentrado que no entendía muy bien en qué momento la música dejaba de ser banda sonora para volverse mensaje.

“Volveme mierda, pero no me matés la magia”, le oí decir desde el otro lado de la ventana. Allá, lejos. Demás que le hablaba a la Dúrcal, que a mí ya me había hecho llorar dos veces con ella, cuando lloró Amor Eterno. Porque la Dúrcal cantaba llorando, y lloraba hermoso. Miré la ventana y ahí estaba parada, intentado olerme a la distancia, pero yo estaba lejos, lo suficiente para sentirme al pie sin que se diera cuenta, sin que supiera que llevaba días oliéndola escondido y con los ojos cerrados, como se debe oler los miércoles de luna menguante.

En el infierno todos los años son bisiestos. Este no ha sido mi año. Nunca me han gustado los bisiestos. Ese día extra ni quita ni pone.  Hasta Dios falla en sus cálculos.

La chica que no olía se despertó temprano esa mañana. Cuando bajó a prepararse el desayuno estaba tan dormida que ni se dio cuenta de que yo estaba ahí, del otro lado. Me cambió las mañanas, pensé. Maldije sus pastillas. Regañé en silencio a la Dúrcal porque no apareció esa mañana cuando la necesité, cuando le pedí que me cantara al oído, que me llorara con cariño. La ventana está opaca, no veo nada.

El día que la conocí sucedió hace menos tiempo del que me acuerdo. Alguien me dijo que la noche anterior el sol se había extraviado y esa mañana decidió salir por el occidente. Demás que esa fue la razón por la que todo pasó al revés, así que la besé primero sin saber que la quería desde antes. El amor viene de muchas formas, pero parece tan importante que solo nos muestran las que somos capaces de manejar, el resto se lo guardan para ellos. Nos obligan a amar como ellos creen que se debe amar, y no saben que uno ama desde adentro, desde donde duele, desde el amor libre. No entiendo el miedo a dejarlo suelto, por ahí, sin que le haga daño a nadie. La olí!

Quisiera pagarle por algo, para sentirme su dueño. La siento mía los lunes y después se pierde. Por eso espero los miércoles y sus noches, para hacerla mía, así sea en letras, porque el vino ya se me acabó y tendré que pensarla sobrio y eso no me gusta, porque entonces la sabré hermosa. Al menos cuando estoy borracho le encuentro defectos. Sé que no es ella, en el fondo, y por eso la disfruto un poco más. Hoy la he extrañado, ella lo sabe. Me huele entre recuerdos porque alguna vez me lo dijo mirándome. No hay vino, no hay nada. Las gavetas están vacías. Me la bebí entera y todavía sufro su guayabo, que es dulce y huele a vainilla.

Las fotos que nos tomamos se perdieron en el trasteo de la memoria. No me gustan los años bisiestos. No debí mudarme tantas veces si no he sabido de dónde salgo. Y la Dúrcal nada que aparece. Tendré que sentarme a mirar para algún lado a ver si de pronto llega de sorpresa. Quién? No sé, a lo mejor ella, a lo mejor la Dúrcal, a lo mejor la suerte que también anda esquiva por estos días. Suerte aguada que te escabullís entre mis manos, dejame probarte, así sea por antojo. Si venís, avisame para esperarte despierto que te quiero conocer, al menos llegá cuando esté sobrio; que me han hablado tanto de vos que te volviste ajena, porque parecés de otros pero nunca mía. Suerte traicionera que jugás a ver quién te sirve más que el resto, quién te hace más bulla, quién te recomienda más. Suerte que engañás a los crédulos, a los fieles, a los que se están perdiendo. Suerte indiferente que solo te le aparecés a pocos. Acá te espero, vos sabés dónde vivo, así me mude. Al menos decile que aparezca, decile que se asome a la ventana.

Moriré sentado una tarde de domingo…y falta tanto.


sábado, 25 de agosto de 2012

Dos años

Laguna de Guatavita. Atardeciendo. Cuando el dolor se olvida (Foto Alejo Mejía)

Dolor. Aprendí a escribir con dolor, con rabia, con las manos quemando y las palabras ardiendo. Con las ideas a medias en la cabeza e incompletas en la página. Aprendí a odiar sin rabia y a guardar rencor del sano. Aprendí que la vida no valora los sacrificios, que la toalla está muy cerca y que las lágrimas no me gustan. Aprendí, como no quería, que el aire es muy valioso.

Respiré desnudo y me ahogué con agua, miré hacia arriba buscando una luz que se me hizo eterna durante tres segundos y volví a la vida. A la vida que cambió sin haberme avisado, sin haberme dicho, por lo menos, “ve, mañana no será lo mismo, preparate”. Y no estuve preparado. Tenía la cabeza perdida en mil güevonadas que creía importantes y no percibí en ningún momento que el mundo se sacudiría, frío, parco, hostil. Las tablas se me hicieron duras, ajenas. Las luces me aburrieron, las risas llenaron, pero no era suficiente. Ya el rencor estaba creciendo. Y el telón seguía abierto.

Rezar no fue suficiente, no lo es nunca. Cuando nos estamos ahogando cualquier palo es salvavidas. Así que preferimos no hundirnos y guardar la compostura. La misma compostura que me pedía mi mamá en casa ajena “Comete todo que qué pena con ellos”. Y así supe que un plato se deja vacío, así la comida sepa a mierda. Porque es pecado botar comida, pero no es pecado pasar por encima del otro. No es pecado hacerte el cajón y creer justificarlo. Porque afuera todo es sucio y a mí no me avisaron. Me hicieron creer que estaba preparado. No lo estaba, nunca lo he estado, nunca he querido. 

Preferí las historias sanas, quise creer que eran posibles. Así me crie, solo, en un mundo que salvaban superhéroes de mentiras, pero que eran tan reales. De capas rojas y máscaras que ocultaban una identidad tan obvia que hasta dudé si realmente eran ellos. Y mis héroes se volvieron reales y conocí la admiración verdadera, la que no calla, la que dice, la que valora. Y nunca se me quebró la voz para decirle a alguien que lo admiraba, que lo quería, que le agradecía a la vida que se me hubiera cruzado por la carretera. Por la misma carretera que agarré hace dos años, cuando creía que todo era posible. Cuando salí de mi casa con una maleta cargada de cosas buenas porque creía que todo iba a estar bien, creía que el mundo me iba a quedar chiquito, creía en mí. Creía.

Hoy los dedos me pesan, no tanto como las oportunidades que se han ido, que no han llegado, que me han arrebatado. Hoy miro a la ventana buscando la luz que se me fue por tres segundos, sin avisarme, sin decirme “ve, preparate, porque mañana no será lo mismo”.




viernes, 24 de agosto de 2012

Yo me hacía el dormido para ver Las Hinojosa


Pocas cosas tienen tanto de dudoso como aquella frase de “todo tiempo pasado fue mejor”. Envidio a los nacidos después de 1990, para ellos internet ha existido toda su vida: Google, Youtube, Wikipedia y Youporn…y una que otra página que enseñe algo, pero para eso se supone que están el colegio y la universidad.

A mí y a mi generación nos la pusieron difícil. No era tan sencillo como entrar a Youporn, donde no es solo ver porno y ya. No, Youporn es porno ilimitado, seleccionable, satisfactor de fetiches, calmante de antojos y convincente motivo de momentos íntimos. 

A nosotros nos tocó duro. Para empezar, los Betamax o VHS eran uno por casa y, por lo general, estaban ubicados en la sala, conectados al único televisor de la familia en la que la madre no siempre trabajaba, así que estaba presente a cualquier hora del día. Y si no era ella, bien podía ser relevada por una hermana mayor (de ella o de uno, da lo mismo). Por eso, cuando el porndealer de confianza aparecía con su última adquisición comenzaba la búsqueda entre todos los amigos de una casa libre de adultos para poder calmar la necesidad preadolescente de ver un par de tetas sacudiéndose tranquilas (porque en aquellos tiempos la silicona solo servía para arreglar ventanas y las tetas se movían tan libres como Juan Carlos Martínez).

Con estos antecedentes no es descabellado pensar que fue un acontecimiento nacional cuando se supo que Amparo Grisales y Margarita Rosa de Francisco, conocida desde muchos papeles antes -y desde entonces en todos sus papeles- como “la niña Mencha”, iban a protagonizar una versión televisiva de “Los pecados de Inés de Hinojosa”, el libro de Próspero Morales Padilla. A mis escasos 10 años poco me importaba quién carajos era Próspero Morales Padilla, además estaba seguro de que el único libro que había leído juicioso para entonces había sido “El mundo de los Gnomos”, narrado por David. 

Pero, como era conocido de antemano, había mucho de erotismo en dicho libro -el de Morales Padilla, claro está-, así que no había que ser un genio para saber el resultado de la sumatoria de los factores: libro erótico + televisión + Amparo Grisales = ¡tetas! Sobre todo por este último factor, ya que Amparo Grisales ha sido practicante del arte del desnudo desde los tiempos del daguerrotipo. Lo verdaderamente llamativo era que, vaya uno a saber cómo, se había filtrado que Margarita Rosa también pelaría en televisión nacional las suyas, y eso era una excelente noticia en épocas en las que no habían revistas como Soho o Donjuan.

Pero no todo era color de rosa, como me imaginaba los pezones de Margarita Rosa, ya que dicho programa sería transmitido en televisión nacional los viernes a las 10 de la noche, lo que correspondía a un irrefutable hecho: gracias a una campaña de Inravisión, todos los menores de edad éramos invitados de honor, después de las 8 de la noche, a acostarnos y dormirnos, no sin antes lavarnos y nuestros dientes cepillar. Así que para ese momento, se supone, yo ya debía estar abrazando una almohada y visitando mis más dulces sueños infantiles.

Asustado, preocupado, al borde de la tristeza, pensé que todo estaba perdido. Muchas noches sucumbí ante el sueño, muchas noches me hicieron sucumbir a la fuerza. Varios sábados tuve que soportar historias de familiares o amigos en las que alguien narraba las escenas más apasionadas mientras yo me mordía los labios para no llorar y dejaba a mi cabeza recrear lo que oía de aquellos que habían visto momentos tan importantes para la historia de la televisión nacional. Porque, y siempre lo defenderé, actriz nacional que pele teta en pantalla -chica o grande- cambia la historia y merece ovación de pie de parte de su público espectador. 

Flora Martínez, Angie Cepeda, Marcela Mar, María Adelaida Puerta y hasta Vicky Hernández han llevado consigo mis aplausos incógnitos. Su sacrificio no ha sido en vano. Yo he sabido valorar la dificultad y el pudor de una escena frente a un grupo de inescrupulosos detrás de cámaras. Y no iba a ser diferente en el caso de Amparo Grisales y Margarita Rosa. Es que pelando teta también se construye patria.

Decidido entonces a cambiar el oír historias (para eso leía el libro) por ver en directo las afamadas escenas, ideé el que para mí era el plan perfecto: me haría el dormido.

Llegado el viernes, después de haberme lavado y cepillado mis dientes, repentinamente fingí un miedo ilógico a dormir solo y pedí a mis padres la oportunidad de abrirme un campito entre los dos para arropar con el manto del cariño paterno a su temeroso hijo. No tuvieron mucho tiempo de pensar su respuesta cuando yo ya me encontraba en medio de los dos, sumido en un “profundo” sueño. 

Compleja labor hacerme el dormido, pero valió la pena. Tan solo fue oír la música de época y los primeros diálogos para que yo, maestro en las artes de abrir cuidadosamente los ojos para fisgonear, dejara espacio entre párpados y distinguir al detalle las figuras que veía en el televisor. 

No pasó mucho tiempo antes de recibir el premio a mi paciencia, sin embargo mis recuerdos son vagos. La mente me es borrosa, solo pequeños fragmentos, mejor dicho, no tengo idea de qué pasaba en la historia, solo sé que por algún motivo Amparo Grisales, en su papel de Inés de Hinojosa, junto a Margarita Rosa de Francisco, en su papel de “Niña Mecha de Hinojosa”, hablaban de algo y sin motivo aparente las ropas cayeron, las tetas salieron y ellas se besaron. No recuerdo más. En ese momento el cuerpo me jugó una mala pasada y mis padres, otrora convencidos del profundo de su sueño de su hijo, percibieron cómo la sábana tenía una pequeña elevación y, muy prudentes, fingieron cansancio y apagaron el televisor. 

¿Por qué tenés que tener vida propia? ¿Muy difícil esperar hasta el otro día? ¿Tenías que manifestarte justo en ese momento? Preguntas que nunca fueron contestadas por el sujeto en cuestión, pero que me impidieron saber qué pasó después, ¿manoseo? ¿Bajada al pozo? ¿Obscenidades de época? ¿Nalgadas? Nunca lo sabré.

Hace unos años Señal Colombia retransmitió la serie, ahora sí en un horario más decente en el que niños de 10 años podían escoger entre “El factor X” o las tetas de Amparo Grisales. Por el rating supe que ganó el primero. Las tetas ya no tienen tanta importancia como la falta de talento y el exceso de lástima. Por mi parte, me dio nostalgia ver a Diego Álvarez y a Delfina Guido vivos, actuando. 

Nunca esperé con la misma paciencia infantil la escena que nunca fue, ya no me interesaba saber qué había pasado entre “Las Hinojosa”. Para entonces ya tenía Youporn.

lunes, 13 de agosto de 2012

Garzón

Jaime Hernando Garzón Forero

Dicen algunos que la importancia de un suceso radica en recordar qué estaba haciendo usted cuando se enteró.

El 11 de septiembre de 2001 estaba saliendo de clase de 6 am en la Bolivariana de Medellín; el 25 de junio de 2009 a las 4 pm subía la avenida Las Palmas en mi carro; el 2 de diciembre de 1993 había empezado a trabajar como Papá Noel en el Centro Comercial Monterrey cuando me enteré por medio de los radios de los vigilantes que la historia de Medellín había cambiado nuevamente. Recuerdo también con algo de nitidez la madrugada del 2 de julio de 1994, estando en Girardot, en la finca de mis tíos, cuando éste entró llorando y nos contagió a todos.

El viernes 13 de agosto de 1999 me levanté temprano para ir a la universidad. Tenía clase de 8 am. Por esa época pesaba poco menos de 120 kilos, tenía una novia con la que llevaba 7 meses y creía que el mundo era chévere. Ese día se cumplían 4 años de la muerte de mi abuela paterna, Bertha Elena, que había muerto en 1995, domingo a medio día mientras mis papás estaban en un carro por el oriente antioqueño cumpliendo una cita que tenían con Valentín, un viejo amigo de mi abuelo paterno, Gregorio, el esposo de Bertha Elena, que había muerto, mi abuelo, el 4 de febrero de 1989.

La cita de mis papás con Valentín tenía como objetivo la compra de un terreno que éste tenía para la venta después de haber loteado su finca y haberla repartido equitativamente entre sus 15 hijos. Los cálculos no fueron los apropiados y al final sobraron 2 terrenos que Valentín le ofreció a mi papá al saber que quería comprar algo para armar su finquita, su sueño de toda la vida. El negocio se hizo más fácil cuando Valentín supo que mi papá era el hijo de Gregorio, su vecino de finca y gran amigo de aguardientes en la fonda San José.

La fonda San José era una tiendita pequeña donde se reunían a tomar aguardiente y escuchar bambucos los campesinos y los dueños de las entonces grandes y sin pretensiones fincas de Guarne. Cuando se pensó en construir un aeropuerto moderno, a la altura de una ciudad como Medellín, fue necesario hacer una nueva vía que conectara la autopista Medellín-Bogotá con el nuevo lugar. Milagrosamente la fonda San José se salvó por unos cuantos metros de ser arrasada. Lo mismo pasó con la finca de Valentín.

No pudieron contar tal historia otras fincas, entre ellas la de don Gregorio Mejía Gutiérrez, mi abuelo, y de la cual solo quedaron los recuerdos de sus hijos que cada vez que pasan por allí, inútilmente intentan describirles a los suyos propios cómo era todo hace más de 25 años. Las versiones se encuentran, los recuerdos se estropean, la memoria engaña.

Mis papás se enteraron, no sé cómo, de la muerte de mi abuelita. Cuando llegaron a la casa de ella yo llevaba mucho rato allí. Me había enterado antes de la 1 pm, cuando mi primo Juan Carlos, el mayor de los primos, me contestó el teléfono y confundió mi voz con la de mi tío Rodrigo, al que le decimos Papo, y me dijo que la abuelita se había muerto. Los celulares eran entonces un lujo reservado para mafiosos, así que no había manera de avisarles a mis papás.

No recuerdo qué le dije a mi papá apenas llegó, ni tampoco qué me dijo él ese 13 de agosto de 1995. Pero sí recuerdo perfectamente qué me dijo 4 años exactos después, a las 7 de la mañana.

A mí Jaime Garzón no me cambió la vida. Vine a entender su humor muchos años después. No sé qué vi en él y estoy seguro que se ha dicho mucho y se desconoce el doble de lo que realmente era. Leí su biografía, he visto sus videos, compré el DVD que Caracol sacó, no como homenaje, sino como la más descarada explotación de un nombre. Grabé en un VHS el programa de José Gabriel que transmitieron ese mismo viernes, sin editar, y donde se comprobaron tres cosas: que Garzón era realmente un genio; José Gabriel Ortiz un pésimo entrevistador; y que, por salir del paso, Jaime Garzón cantó una canción que vendieron falsamente como su canción favorita y a cuya frase inicial le dieron el rótulo de “despedida”. Grabé también en el mismo VHS el entierro transmitido por Caracol a la mañana siguiente con D´arcy Quinn y Yamid Amat de gafas negras para no dejar ver sus ojos, probablemente vueltos mierda de tanto llorar a su amigo. De ese VHS no sé nada. Demás que se perdió, demás que está por ahí, guardado en alguna parte en la casa de mis papás. Lo buscaré.

Ese 13 de agosto no alcancé a ver el noticiero CM& en la noche, cuando César Augusto Londoño dijo la frase más sentida que se ha dicho en televisión nacional en vivo. Gracias a YouTube pude hacerlo muchos años después, y se sigue viendo tan honesta y sincera como hace 13 años. No necesitó grandes párrafos, ni derramar falsas lágrimas. Apenas 8 palabras y fue suficiente.

Lo recuerdo. Esa mañana del 13 de agosto de 1999, al entrar a la habitación de mi papá, a saludarlo, lo encontré parado, literalmente, frente al televisor. Tenía su brazo izquierdo estirado y la mano apoyada en la pantalla, con la derecha se agarraba la cabeza. Apenas me vio entrar me dijo “hijueputas! Mataron a Heriberto de la Calle”.

jueves, 5 de julio de 2012

Treinta y tres

Yo, aún de treinta y dos

Treinta y tres. Así, en seco. Treinta y tres años. Eso es lo que sumaré este ocho en el historial de julios. No digo que de abriles porque tendré que esperar un año más para que sean treinta y tres los abriles que haya transitado en el camino.

Soy muy malo para los cumpleaños. Nunca he sabido cómo responder ese día; me da pena y sufro cuando alguien me felicita por el simple hecho de hacer lo que todos los que estamos vivos hacemos año tras año: ser más viejos. Dirán algunos que más experimentados, pero yo me siento cada vez más ignorante. Creo que me equivoco más cuando escribo; que no soy tan políticamente correcto como quisiera; que me gustaría decir tantas cosas, pero que le temo al rechazo tanto como cuando tenía trece años.

Me gustaría decir que Lucas Arnau tiene éxito solo porque su papá tiene mucha plata y muchos contactos y que si no fuera por eso no tendría el éxito que tiene ni se comería todas las noches a la esposa que se come. También quisiera decir que algunos comediantes no me parecen tan buenos –de hecho, algunos muy malos- pero me toca saludarlos y hablar bien de ellos solo por diplomacia de género. Lo mismo que pienso de tantos músicos, que si no hubiera sido por payola no habrían llegado nunca a ser ni una cuarta parte de lo que, se supone, son hoy en día.

Me gustaría decir que la televisión es una mierda y todo lo que se ve ahí es falso. Que los que parecen amables son unos hijueputas y los hijueputas demuestran que realmente son unos hijueputas. Contadas algunas excepciones, claro está. Porque gente chévere también hay.

Me asusta tener treinta y tres años. Me asusta saber que un tipo como Primo Rojas no tiene el éxito que ha tenido Alejandra Azcárate siendo mil veces mejor que ella y que todos nosotros juntos. Y me asusta por dos razones: la primera, porque sé que nunca tendré ni una cuarta parte del talento de Primo Rojas. Y la segunda, porque todavía no sé en qué país es que vivimos, donde se necesita ser bonito para poder ser exitoso. No talentoso, exitoso.

Las personas más talentosas que he conocido están por ahí, caminando relajadas, tomándose una cerveza sentados en un parque, sin importarles un culo lo que el resto de la gente opine de ellos: Los envidio putamente. Me encantaría poder ser así: un man relajado, de esos que se sienta fresco a hablar mierda. Pero no, todavía siento que le debo caer bien a la gente. En treinta y tres años no he aprendido del todo que eso que llaman fama no es tan importante como ser uno mismo.

Treinta y tres años. Ni sé cuántas viejas me he comido –segurísimo que son muy pocas-, pero sí sé que prefiero mil veces dar un primer beso. Se me mueve más la fibra cuando eso pasa. Treinta y tres años y no le he perdido el miedo a quitarme la camisa en público; Ni he aprendido a dejar de hacerme el güevón cuando me invitan a rumbear. Treinta y tres años y apenas empiezo a aceptar que me estoy quedando calvo; que hace mucho dejé de ser gordo; que me arrepiento de tantas cosas que he hecho porque nunca entendí esa frase que dice que uno no se debe arrepentir de nada. Yo sí me arrepiento, así esas cosas me hayan traído hasta donde estoy.

Treinta y tres años. La edad de Cristo. Aprendí a dejar de mirar el futuro con una luz brillante porque me he estrellado muchas veces, quizás enceguecido por esa misma luz. Será que aprendí a ser más realista? Demás que sí. Treinta y tres años y no dejo de cargar un eterno optimista que se encarga de recordarme que si me despierto cada día debe ser por algo. Entonces lo escucho.

Treinta y tres años y aún sigo esperando mi gran oportunidad; la que me he buscado, por la que he luchado. Porque mis papás nunca fueron de plata ni tuvieron muchos contactos. Porque no soy el tipo bonito, de cuerpo perfecto y cabellera frondosa. Porque no soy un tipo irreverente que habla de las relaciones de pareja como si me diera asco comerme a la mujer a la que me sueño hacerle el amor todas las noches; la que es imperfecta como yo y aun así me sigue queriendo.

Treinta y tres años y sigo contando. Esperando que falten muchos más. Para mirar al final del camino si aprendí algo, si de verdad me volví más sabio, si le perdí el miedo al rechazo, si valió la pena caminar toda esa carretera con una banda sonora.

Treinta y tres…