jueves, 28 de junio de 2012

Lo que va saliendo

Fotografiando por ahí me encontré este muchacho. Supongo que salió de casa. Espero que por voluntad propia (Parque Arví. Corregimiento de Santa Elena, Antioquia. Junio 21 de 2012)
El siguiente es un ejercicio. Nada original, estoy seguro, pero que quería experimentar. Se trata de arrancar a escribir y no pensar en nada, simplemente escribir lo primero que vaya llegando a la cabeza para ver hasta qué punto se puede contar una historia. Digo historia o no, porque puede que no se cuente nada. Al fin de cuentas no es nada diferente a un simple ejercicio.

Si de pronto quieren seguir contándolo, bien puedan. A lo mejor hacemos algo chévere.

Sin más pretenciones, ahí va.

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La cruzada de piernas siempre fue efectiva. Al fin de cuentas, todos tienen sus mañas a la hora de demostrar la incomodidad. Ella me conocía y sabía que cuando cruzaba la pierna izquierda era porque no me sentía para nada cómodo con el tema. Y se aprovechaba de eso.

No sé cuándo lo supo, pero algo me dice que fue un viernes por la tarde. Yo había salido temprano de la casa, no porque quisiera, sino porque tenía que hacer una vuelta que nunca supe que tenía que hacer. Me había agarrado la tarde del jueves en un aguacero lo más de bravo y no tenía paraguas. A mí poco me ha importado mojarme en la calle, de hecho, lo disfruto como si no fuera a caer agua en los próximos seis meses; como creímos que iba a pasar con el fenómeno del niño, por allá en 1992, que fue tan jodido que hasta nos cambió el tiempo. Madrugábamos más temprano y se oscurecía más tarde. Y no llovía, parce, se lo juro que no llovía.

A ella no le gustaba mojarse y menos si estaba vestida como ese día, de jeans recién lavados y camisa roja. De pronto los pies sí. Eso lo supe porque la vi caminando descalza. Creía que nadie la estaba viendo pero yo me di cuenta cuando se quitó los zapatos y dio los primeros pasos en el suelo mojado y tibio, porque el aguacero llegó de sorpresa, cuando estaba haciendo un sol que parecía costeño; uno de esos que sale por allá en enero cuando todo el mundo está de paseo y se va para la playa porque, dicen, que acá el sol no hace visita. Y sí que viene, y con toda. Te duele la piel y sentís que la boca se te seca desde adentro y eso arde, mucho. Y a ella no le importó mojarse los pies. No se daba cuenta de que estaban sucios porque el agua se había arrastrado toda la mugre de Aranjuez. A ella solo le importaba refrescarse. Me dijo que la sed se le calmaba si caminaba descalza. Yo no le entendí.

Yo tuve mucha sed ese día, pero por la mañana. Me bebí toda el agua que pude. Abrí la llave y me pegué del chorro hasta que sentí que se quedó seco. Entonces paré y salí a caminar y fue ahí que se largó a llover como no llovía desde hacía mucho tiempo. Con decirle, hermano, que no se podían ver las caras del frente. Estaba todo blanco y hacía un frío bestial. Y yo que no había sacado nada para cubrirme por si llovía. Me llevé una bufanda, pero qué va, apenas sí me tapaba la garganta y yo lo que tenía mojado era el corazón. Y eso no se seca tan fácil, y menos cuando llueve tan fuerte.

La última vez que había llovido así fue por allá en marzo, cuando nos cruzamos sin querer en la casa de Jairo Moncada, un señor que tenía una tienda al lado de la casa de mis tías y en la que nos íbamos a mecatear todas las tardes. Yo siempre me pedía una Uva Lux con un pastel de arequipe. Le daba dos mordiscos por cada esquina y así me iba bordeando el pastel hasta dejar el arequipe para el final. Y me gustaba comérmelo solo. Me tomaba toda la gaseosa antes para que lo que quedara de arequipe entrara directo, sin nada que lo bajara.

Cuando ella llegó a la casa de Jairo Moncada ni me miró. Venía tan empapada que apenas tuvo tiempo de quitarse la chaqueta y estornudar dos veces. Después supe que el frío la hacía estornudar y que le gustaba mucho hacerlo. Me decía que sentía que se le escapaban las penas cuando lo hacía y yo le creí.

Al rato sí notó que yo estaba ahí parado, mirándola como un idiota, porque me había quedado quieto viendo sus zapatos secos y mal amarrados. Me impresionó que estuviera empapada desde la cabeza, pero que sus zapatos estaban limpios y secos. Me dijo que tenía sed y que por eso necesitaba refrescarse. Se los quitó y caminó descalza. Fue la primera vez que la vi haciendo eso. Le dio pena, a mí me dio risa. Se puso brava y volvió a estornudar y por eso me sonrió.

Yo había salido ese jueves temprano, no porque quisiera, sino porque tenía que hacer una vuelta que nunca supe que tenía que hacer. Y me la encontré a ella, otra vez descalza.








domingo, 3 de junio de 2012

Regreso


Filtrando atardeceres antioqueños. San Antonio de Pereira. Mayo 24 de 2012, a eso de por la tarde (Foto Alejo Mejía)
Regresar a dónde, a ninguna parte. Si es el camino el que nos lleva, al fin de cuentas. Llegamos, partimos, nos vamos y volvemos. Somos nosotros mismos el eterno regreso.

De la casa salimos para armar una nueva que se parezca en algo a la de siempre. El regreso nos toma por sorpresa cuando creemos que realmente nos estamos yendo.

“Me gustaría irme tan lejos, tan lejos, que si diera otro paso más sabría que estoy regresando” me dijo alguna vez un amor de carretera. Digo de carretera porque fue un amor que pasó rápido, como el paisaje. Y viajamos juntos y regresamos separados y cada uno siguió su camino y ella se fue lejos, hasta donde los pasos son de ida y no de vuelta. Yo me quedé y nunca la esperé. Yo no fui como Penélope, la de Serrat. Para mí no hubo banco del andén ni trenes que esperar. Yo regresé, aunque nunca supe a dónde.

Regresé, supongo, al camino que alguna vez anduve y por el que creí perderme. Olí nuevamente los pinos en las mañanas y me dolieron las piedras en mis pies descalzos. Así fue mi infancia, a la que vuelvo de vez en cuando para recordar y no olvidar que el mundo se parece tanto que somos nosotros los que crecemos y creemos haberlo cambiado.

Regreso los domingos a la nostalgia de mi familia. Regreso con tantas ganas que comprendo que el viaje fue fundamental para saber que era amor lo que sentía. Veo a mis hermanos y regreso a las peleas que tuvimos y me pregunto cómo nos podemos querer tanto después de eso. Cierro los ojos cuando llueve y regreso al miedo que me daban los rayos y los truenos. Siempre regreso y aún no sé a dónde.

Me gusta volver, como el tango, al primer amor. Busco de alguna manera el sabor del primer beso.  El susto en el corazón y el tacto de la boca; la respiración que se corta de repente y los ojos cerrados. El golpe suave y en seco con unos suaves labios que se abren de a poco para saber que de ese lado también había miedo. Creo que siempre quiero un primer beso.

Vuelvo a la sonrisa ajena, a la sana coquetería. Vuelvo con llaves cambiadas y con amigos nuevos. Con teléfonos olvidados y caras borrosas. También regreso cada vez más viejo y, algunas veces, menos pesado. Y vuelvo con la ventana abierta, para que el viento me pegue en la cara. Vuelvo dormido y me quedo despierto. Voy y abrazo y cierro los ojos. 

Me enamoro cuando camino, de la boca perfecta, de la sonrisa pareja. Vuelvo y admiro y cuestiono.

Vuelvo y regreso a lo que siempre he sido.