lunes, 30 de abril de 2012

La Reina


If I'm not back again this time tomorrow,
Carry on, carry on as if nothing really matters
“Esa canción nunca va a pegar en radio. No tiene coro y además es muy larga. Será un completo fracaso”. Decía, firme y convencido, un hombre importante de la compañía discográfica.

A Freddie Mercury eso poco le importaba. Ya le habían dicho antes lo mismo, cuando decidió agregarle a la música unos coros que distaban mucho del rock y se acercaban más a la ópera. “Cómo vas a hacer eso en los conciertos?”, insistían; él pensaba “en los discos haremos obras de arte, en los conciertos ya veremos”.

Por eso estaba tranquilo cuando oía al ejecutivo diciendo sus necias palabras. Muy tranquilo, porque poco le importaba su opinión. Al fin de cuentas, qué iba a saber un tipo de música, de arte, cuando su trabajo eran los números.

Freddie y los chicos siguieron trabajando en una canción que Mercury había traído a un ensayo unos meses atrás. Realmente era una canción extraña porque constaba de “momentos” y se salía del concepto general de canción, como se supone debe ser la música. A ellos, poco les importó. Confiaban en Freddie y además, cuando se las enseñó, sabían que estaban oyendo una joya musical.

Siempre creyeron en él, incluso antes de ser Freddie Mercury. Cuando se llamaba Farrok Bulzara y era un tímido estudiante de diseño de modas que había nacido en Zanzibar, antigua colonia británica en India, y que había llegado a Inglaterra cuando tenía 16 años. Curioso resulta que el lugar a donde llegó a vivir con su familia era la población de Middlesex (Medio sexo).

Freddie y Mercury, nombre y apellido, llegaron después, cuando ya se llamaba Queen la banda que antes se llamaba Smile y que tenía a Brian May como guitarrista y vocalista y a Roger Meddows Taylor en la batería. Freddie llegó a desplazar a Brian de las voces y Smile del nombre. John Deacon, el niño curioso de la ingeniería electrónica que tocaba el bajo como ningún otro, apareció poco tiempo después.

Freddie, el nombre, fue solo un capricho por querer llamarse como los chicos populares de la época; por su parte Mercury sí tiene un poco más de historia. Una de sus primeras composiciones, My fairy King, contenía una frase que decía “Mother Mercury, look what they´ve  done to me?” (Madre Mercurio, mira lo que me han hecho). La estrecha relación de Freddie con su madre y alguna mística alineación de los astros hicieron que, a partir de ese momento, el nombre Farrok Bulzara fuera historia y solo apareciera en biografías. Con dicho cambio, sentía Freddie que siendo aquel -y no él al mismo tiempo- podría disimular la timidez de la que había sufrido siempre, sumada al complejo de tener grandes dientes.

Y sí que era tímido. En el escenario podía dar los mejores shows, vestirse con llamativos vestidos, ser el pastor de miles de feligreses que iban a ver cómo su dios los controlaba a su antojo. Pero por fuera de su iglesia era un hombre reservado, callado y con constantes preguntas sobre el porqué de todo, especialmente preguntándose por qué no podía ser él mismo. Por eso escribía, para decir con sus manos y con su voz lo que no podía decir hablando.

Mary Austin sabía eso más que nadie. Lo sabía porque fue su novia y, realmente, el amor de su vida. Las canciones de amor que Freddie escribió tenían nombre propio y era el suyo. Y lo demostró muchas veces, incluso esa mañana del 24 de noviembre de 1991, mientras sostenía entre sus tiernas manos las de Freddie, quien se despedía, esta vez para siempre.

Mary Austin lloró, como lo hizo en otra mañana distinta –o parecida, no sé-, muchos años atrás, cuando Freddie le dijo que ya no quería seguir viviendo con ella, no porque no la quisiera, si no porque...ella ya lo sabía. Igual Freddie le recordó y le prometió que siempre sería el único amor de su vida. Le cumplió la promesa.

Freddie también lloró, pero estaba más tranquilo. Le dijo de frente lo que no pudo hacer antes, no por falta de amor, sí por culpa de la timidez y el miedo al rechazo. O quizás sí lo había hecho, solo que a su estilo.

Había escrito una canción que no parecía convencional porque constaba de “momentos” y se salía de lo que se conocía hasta entonces. Pero era su forma de expresarse. Sabía que se iba a ir de la casa y no quería romper otro corazón, el de Mary Austin –el suyo ya estaba hecho pedazos-. Por eso le pedía que aguantara si él nunca llegaba a esa misma hora en la mañana siguiente.

Ahora estaba más tranquilo y por eso sonreía. El ejecutivo de la disquera no tenía la menor idea de todo lo que pasaba en la vida de Freddie como para venir a decirle que su canción no iba a ser un éxito. El ejecutivo solo pensaba en eso: en éxitos, en números, en dinero. Freddie no. Freddie creía en el arte como forma de expresar y exorcizar demonios, en especial los propios.

Esperó a que se fuera el tipo, miró a sus compañeros y sonrió. Ellos le respondieron con otra sonrisa. Freddie se sentó al piano, tomó una larga bocanada de aire y esperó que la luz roja que le indicaba que estaban grabando se encendiera.

Cerró los ojos sabiendo que iba a cantar sobre él mismo. Entonces comenzó: “Mama, just killed a man…”


sábado, 28 de abril de 2012

Lúdica autobiografía


El rojo en colores
De la música, el rock
Respondo que no si me ofrecen cigarros
Lo mismo que al vodka, al guaro y al ron

Avanzo despacio, así lleve prisa
Y en la boca un buen hola para saludar
Prefiero camiseta, en vez de camisa
Lo mismo que tenis para caminar

Cocino sabroso, pero nada elegante
De familia sencilla y trabajadora
Agradezco a la vida, y lo digo aquí ahora
Que mis padres me hicieran de tamaño gigante
Antes de la comedia quise ser cantante
Y aún a mi madre le respondo “señora”

Desde que era niño no duermo en pijama
Pero tengo una para aparentar
Con el pie derecho suelo despertar
Así tenga que darle vueltas a la cama

De mano directa no paso la sal (esto lo hago para evitar todo mal)
No paso tampoco bajo una escalera (evito problemas, dios no lo quiera)
Rehúso el contacto con los negros gatos (prefiero salvarme de unos malos ratos)
Así que me declaro un sano agüerista (muy calvo de pelo pero sano de vista)

Entre brazos y ojos, cinco cirugías
Las cuatro cordales ahí se quedarán
La mordida sana, rojas las encías
Y un poco visible la manzana de Adán

Los tatuajes son siete, entre piernas y brazos
De todas las formas y variado color
Todos con historia, pero significado escaso
Que al hacerlos me recordaron que existe el dolor

Cuento mis secretos, pocos he guardado
Pero hay unos cuantos que prefiero callar
Vivo hace dos años acá en Bogotá
Y por las mañanas orino sentado

Treinta y tres años son los que han pasado
Desde que mi madre al mundo me trajera
Por mis padres y hermanos doy la vida entera
Y Dios sabe que lo he contemplado



jueves, 26 de abril de 2012

Ese gesto!


Ana Cristina Restrepo Jiménez (Que la cara no engañe, ella sonríe). Foto robada de Google.
Amores son todos: los inocentes, los ingenuos, los profundos, los apasionados, los que duelen, los que hacen reír y los que hacen llorar. También fueron amores los de colegio. Por ejemplo, todo estudiante del Colegio Calasanz de Medellín (en aquella época masculino) -finales de los 80 y todos los 90- recuerda con una risa pícara a Ana María, la psicóloga.

Yo no fui exento de tragarme de ella también, pero si puedo recordar con cariño mi verdadero amor (platónico) de profesora-estudiante fue en la universidad. Cuarto semestre de Comunicación Social en la UPB. Materia: Entrevista. Profesora: Ana Cristina Restrepo. Recia, mala clase, sonrisa escasa y siempre entraba al salón tomando Milo.

Ana Cristina es la profesora con más pelotas que he tenido en la vida, quizás por eso me gustaba tanto. Por eso y por un gesto que hacía con la boca cuando se emputaba –realmente era cuando hablaba, pero parecía que siempre estuviera brava-. Pegaba los dientes como niña mimada y torcía los labios cuando iba a hablar. Al hacerlo, no solo hablaba como digna exalumna del San José de las Vegas, si no que a cada frase le agregaba un siseo que a mí, personalmente, me encantaba.

Fuera del juego de roles de profesora y alumno alcancé a conversar un par de veces con ella y comprobé que por fuera de ese personaje había una pelada muy bien puesta en sus pies y con una sonrisa matadora que, además, también venía con el mismo ademán de la boca. Genial.

Se casó Ana Cristina cuando estábamos en pleno semestre. Supongo que en el momento de decir “Acepto” en la boda –para mí todas las bodas tienen ese momento- dijo “Sí” pegando los dientes, torciendo la boca y, de manera imperceptible, sonriendo. No estuve ahí para verlo, pero quiero imaginar que así lo hizo.

Yo creo que estaba tan tragado que hasta las pequeñas imperfecciones me gustaban. Digo esto porque, por más que indagué, ninguno de mis compañeros parecía notar lo que para mí era tan obvio. Ellos preferían hablar de otras mujeres. Más lindas, sí, pero ninguna con esa gracia tan particular en la boca cuando hablaban.

Me gusta fijarme en vainas que pocos ven. Tengo una novia hermosa, la que, siempre que hacemos el amor, logra hacer con su boca el gesto más sensual del mundo. Nunca lo hace cuando hablamos normalmente, por más que le pida que lo haga. Solo le sale en ese momento. Ella dice que también hago una cara, dice ella –reitero-, que la tilda. La verdad, no tengo la menor idea de qué cara hago, pero me gusta que disfrutemos esas cosas que son tan nuestras.

Te has puesto a pensar alguna vez qué tiene tu novia o tu novio de especial, algo que hace y que solo tú te has dado cuenta? Lo disfrutas? Te has dado cuenta que eres privilegiado/a por eso?

Me gusta conversar con la gente. Es de mis actividades favoritas. Me gusta saber qué piensan de la vida, cuál es su historia, qué los motiva o simplemente, hablar por hablar. Y me gusta descubrir sus tics, los gestos que tienen.

Los tímidos como yo, por ejemplo, solemos jugar con las manos, meterlas en los bolsillos o entrelazarlas. Las mujeres suelen jugar con el pelo si se sienten incómodas. Hay quienes no pueden contar una historia sin actuarla; y los extremos de estos prefieren el contenido simple, sin tanto teatro.

En teatro, justamente, llamamos a esos movimientos tan típicos y tan propios “movimientos parásitos” y, se supone, debemos trabajar hasta el cansancio por dejarlos en el camerino y que no salgan nunca a escena. Personalmente, disfruto cuando me acompañan al escenario. Me ayudan a ser más yo, más auténtico, más creíble. No sé si lo logro, pero al menos creo que así puede ser.

Ayer volví a ver a Ana Cristina, más madura, más grande, más esposa -supongo que sigue casada- y, lo reconozco, más amable. La vi en televisión, en un programa de Teleantioquia llamado El Colectivo. Ya la había olvidado, la verdad, pero cuando dijeron su nombre, antes de mandar la nota, me quedaron dando vueltas en la cabeza esas palabras: A-na-Cris-ti-na-Res-tre-po.

Al verla sonreí y de inmediato recordé quién era e, instintivamente, busqué ese gesto que tanto me gustaba. Y lo mejor de todo es que ahí estaba, no se había ido, a pesar de estar más madura, más esposa y menos mala clase. 

Después de escribir estas líneas busqué en Google una foto de ella, para que la conozcan. Creo que su cara me da un poco la razón y me entenderán por qué fue mi amor estudiantil. 

La esencia no se pierde


lunes, 23 de abril de 2012

Nota sin nombre para una canción sin música

Ahora qué hacemos cuando nos hemos encontrado? Nos decimos las verdades? Miramos al otro lado? (Foto robada de Google)


Juliana nunca existió. O bueno, sí. En mi cabeza, en lo que quería decir pero no me atrevía.

Siempre he sido muy bueno para hablar y a veces –muchas- lo hago de más. No me da miedo hacerlo. Le temo, eso sí, a quedarme sin ideas.

Juliana fue el nombre más apropiado para lo que quería hacer: darle nombre a la protagonista inventada de una canción que quise escribir y que nunca tuvo música, pero sí letra. Juliana me sonaba a The Cure, no sé por qué, pero a eso me sonaba. Su melodía era triste, como si caminara y yo no la viera. Como si estuviera por ahí, andando sola y yo quisiera buscarla pero algo me lo impedía.

Cuando la escribí tenía una banda, Lasonora, y fue, de las pocas canciones que había escrito hasta el momento, la que más feliz me hacía. Me siento orgulloso de haberla pensado y llevado al papel. Se quedó en una idea, nada más. No volví a ensayar con Lasonora ni con alguna otra banda, pero cada que me rencuentro con la letra, tuerzo la boca hacia la derecha en un gesto alegre y cómplice con el ego, porque siento que escribí algo bueno.

Canciones buenas? Muchas. Perfectas? Pocas: A day in the life, Anna Begins, Bohemian Rhapsody, A letter to Elise. Esta última es de las pocas canciones que siempre sonarán en cualquier lista de música que haga. Lo reconozco, me basé en ella para escribir la canción de Juliana. Una historia inventada con nombre propio. Por qué Juliana? Estaba entre Mariana y Juliana. Me pareció más creíble y más sonoro el segundo.

No es, ni pensarlo, una canción perfecta.

Con el respeto que merece Robert Smith -quien jamás leerá este blog- les comparto la canción que nunca tuvo música, pero siempre suena en mi cabeza:


Del invierno quedaron solamente las goteras
Y en casa me quedé con el orgullo guardado
La mañana llega y yo esperando a que volviera
Pero cuando ella llegó yo ya estaba en otro lado

Juliana dice siempre lo que piensa
Aunque yo no siempre entiendo lo que dice
¿Será que nunca amé como quisiera
O será que alguna vez la amé pero no quise?

No le temo a hablar de más
Pero sí a quedarme sin ideas

Muchas noches la extrañé hasta en la punta de los dedos
Cuando en medio de los sueños con el llanto la pedía
Ella a veces no entiende que yo hago lo que puedo
Pero lo que puedo es poco para hacerla solo mía

Ay! Juliana, si supieras, nunca más te esconderías
Qué sentiste al prometerme que por siempre me querrías?
No perdiste ese talento de decir tan bien mentiras


Ahora qué hacemos cuando nos hemos encontrado
Nos decimos las verdades? Miramos al otro lado?
Cada vez que te oigo hablar…
Ya no sé si me sorprendes o si me he acostumbrado

Tan hermosa tú, Juliana, tan hermosa y tan esquiva
Pareciera que te fuiste y no me doy por enterado

Pero decime vos, Juliana, decime qué no harías
Decímelo tranquila que no serás la primera
¿Será que acaso no te amé como querías
O será que fui yo entonces el que no te amó como quisiera?

Mejor sería esta despedida sin tan solo fuera…decir adiós



domingo, 22 de abril de 2012

Miedo/Calma

Atardecer de otoño en Lima, Perú, donde el niño juega con colores cada tarde (mayo 7 de 2011. Foto tomada por mí)
Nadie se daba cuenta de que ahí estaba. Y el man, fresco, tranquilo, mirando de reojo a ver quién lo miraba primero, haciéndose el de la gafa morada, sin dar visaje.

Yo lo había visto desde hace rato, pero me parecía increíble que fuera el mismo. No me la creía. Saber que era ese man que había conocido hace varios años, cuando yo estaba pequeño y él ya mayor. Por eso me sorprendí, porque no había cambiado nada. No envejecía. La misma piel, el mismo pelo, las mismas manos -no es que tenga un fetiche con las manos, pero las recuerdo clarísimas desde la primera vez que las vi-.

Y yo acá haciéndome el pendejo y qué va, ese man me tenía pillado desde hace rato. A mí me daba miedo, todavía me da. Cuando estaba pequeño me contaron muchas historias suyas, porque era famoso en el barrio.  Mis papás lo conocían y le tenían cariño, pero también respeto. El problema es que cuando uno es pequeño el respeto se llama temor. Le tememos a la oscuridad, al mar, a lo desconocido, cuando deberíamos sentir respeto.


Cuando uno es pequeño tiene la mente muy disparada y cualquier cosa que le digan le puede joder la vida para siempre. Pero mis papás no sabían de eso, ni yo tampoco, porque eso lo aprendí solo cuando crecí. Por eso me daba miedo.

Vos sabés qué es eso? Realmente has sentido miedo? Yo sí, uff. Yo he sentido miedo, y mucho. Una vez pensé que me iba a morir. No es de esas veces que uno dice “ay! Marica, casi me mato”. No, parce, yo realmente sentí que me iba. Alcancé a mirar para adentro y todo. No sé qué busca uno cuando se mira para adentro. De hecho, me parecía muy curioso que le dijeran a uno que cuando quiere encontrarse busque dentro de si mismo. Yo no entendía eso hasta que me pasó. Y miré adentro y no vi nada, vi todo negro, o blanco, la verdad ya ni me acuerdo porque en ese momento solo sentía que la vida se me iba, no sé cómo, pero se me iba y no podía agarrarla, para que se quedara adentro mío, para que no me dejara solo, ahí, cagado del susto, muerto de miedo.

Eso es. Es una sensación rara que uno hasta termina valorando después sin saber por qué. Demás que porque como uno tiene la cabeza fría cuando todo pasa ya no leda el mismo susto del momento. O a lo mejor es porque como ya está uno más tranquilo, pues hasta recuerda la situación y cree poder dominarla en caso que se le vuelva a presentar.

Pero también es raro no madrugar los lunes. Yo no madrugo desde hace cuatro años. Bueno, sí he madrugado, pero no TODOS los lunes. Pero de eso no estaba hablando, solo me puse a pensar en las situaciones extrañas.

Estoy seguro que mis papás nunca lo hicieron por dañarme la cabeza, pero de alguna manera lo lograron. No los culpo, para nada. Al fin de cuentas, ese man que está ahí parado, también tiene su lado amable, yo lo sé. Nosotros no hemos hablado mucho, la verdad. Como yo le temía, prefería sacarle el cuerpo cada vez que nos topábamos, pero sé que es amable. Parece un loco, de esos locos de cuentos de abuelitos que dicen que se lo van a llevar a uno en un costal. No joda! Para joderle la cabeza a un niño sí la tienen clara, jajaja!

Allá está ese man. Uy! Pilas! Ya me pilló. Qué va, no me voy a hacer el pendejo. A enfrentarlo se dijo. Se está riendo, así que se ve que es amable:


-          Qué hubo, llave?

martes, 17 de abril de 2012

Era tango...


...el aire en mis manos (Foto robada de Google)
Yo no sabía para dónde agarrar ese día. Me quedé solo. Qué susto tan hijuemadre, pero créame cuando le digo que me quedé quieto, frío, sin saber para dónde pegar porque apenas me di cuenta, estaba mirando para todos los lados, y eso lleno de gente, y todos me miraban y yo quieto, no me salían las palabras. Será que se me olvidó hablar? Yo no creo, pero es que no me salían las palabras, yo quería decir algo y nada, tenía la mente en blanco, estaba borrado.

Yo creo que la culpa fue de Paula, esa vieja me dejó jodido ese martes. Yo diciéndole que hiciéramos cosas y ella haciéndose la rogada y yo sabiendo que se moría por mí, pero así son las viejas. Por eso estoy seguro que aprovechó que yo me estaba lavando los dientes y le echo champiñones a la comida. Si hay algo que me asuste en esta vida es un champiñón, sobre todo esos que te muerden las orejas cuando estás oyendo música. A mí me mordió uno cuando era chiquitico y desde ese día les agarré tirria. No los puedo ver, ni siquiera pintados, porque esos son los peores. Los otros al menos van y muerden, pero los pintados esperan, tienen paciencia. Están ahí, como quien no quiere la cosa, pero uno sabe que solo están de guardia y apenas te quedás dormido, trin! Lleve! Qué susto, parce, yo con eso no le juego.

A mí me gustaba jugar con mis primos, era más chévere. A veces jugábamos al que le agarrara el lomo al perro sin que le ladrara y yo perdía siempre porque hacía mucho ruido cuando iba a llegar y ese puto perro me oía, o me olía, yo ni sé. Con decirle que una vez que estaba corriendo, así de la nada, salió ese animal a perseguirme y yo corra y corra a ver si alcanzaba a llegar al árbol de mangos que nunca daba frutas porque, según mi abuelo, una novia que tuvo antes de mi abuela le echó harina de maíz y lo jodió para siempre. Por eso cuando queríamos comer mangos yo tenía que treparme por la pared amarilla de la casa del lado donde no vivía nadie, pero que tenía la nevera repleta de mangos. Y pasaba y me los comía hasta que me daban ganas de pan.

Solo una vez me encontré un mango en el árbol y me lo comí con sal. Estaba delicioso pero me supo raro. Me sabía como a manzana y por eso no me sabía tan bueno, porque a mí la manzana no me gusta, aunque me gusta más que el champiñón. O bueno, al menos no me da susto, porque las manzanas no hacen nada. Y sabe por qué sé que las manzanas no hacen nada? Porque yo he oído música comiendo manzana y por eso se lo digo con toda seguridad. Pero eso sí, pilas, nunca oiga tango comiendo manzana, porque hace que se duerma el brazo izquierdo y ese brazo es necesario para oír tango, sobre todo los martes. Se lo digo yo que ese martes que Paula le echó champiñones a la comida quería salir a bailar tango con ella, pero me quedé solo, quieto y con susto. Ni siquiera me salían las palabras.

domingo, 15 de abril de 2012

Nostalgia

Mi abuela hacía las mejores arepas del mundo. Aún vive, pero ya no hace arepas.

Siempre que llegaba a su casa la encontraba moliendo maíz blanco en su eterna máquina de manivela. Me daba miedo esa máquina porque ella me decía que se me podía ir un dedo por ahí. Para un abuelo decir “se le va un dedo” no es el solo hecho de meterlo y ya, no! Es perderlo, para siempre. Por eso prefería estar alejado de la máquina, así mi curiosidad me carcomiera. A veces, cuando estaba apagada, o sea sin ser humano que la manipulara, la estudiaba a ver por dónde era que me podía quedar sin con qué rascarme la nariz por dentro.

El espectáculo entonces era ver a mi abuela dándole vueltas a la manija con su mano derecha mientras que con la izquierda empujaba los granos de maíz. La máquina por su parte cumplía con su lado mágico y sacaba por su boca una masa blanca que caía en un platón de plástico de color rojo.

Tan pronto había terminado de moler, mi abuela se remojaba las manos con agua fría y hacía bollos a los que después les daba la forma de la arepa como todos la conocemos; después las cocinaba al fuego directo y las guardaba en un recipiente de plástico de color amarillo con tapa blanca y ahí quedaban para que cada uno de sus seis hijos y sus entonces tres nietos sacara las que quisiera y se las comiera.

Así era, si no todos los días, al menos día de por medio, pero siempre había arepas en la casa y, para mí, eran las mejores arepas del mundo. Hoy, cada vez que voy a Carulla a comprar un paquete porque se me van acabando las que tengo en la nevera me parece que las que llevo, en paquetes de a diez, son de mentiras, todas igualitas, sin gracia.
No había, nunca lo hubo, nada fuera de lo común en las arepas que hacía mi abuelita, como tampoco lo había en el arequipe de costra dulce que hacían los primos de mi mamá, que vivían a unas varias casas y que también hacían cometas con papel globo y que mis hermanos y yo, junto con los amigos de la cuadra íbamos a elevar a planeco, que era como le decíamos a una planicie que quedaba a tan solo un par de cuadras de la casa.

Planeco era un lote vacío que ya no existe, o bueno, sí existe, pero lleno de casas y edificios; antes era una manga gigante (así le decimos en Medellín a un campo lleno de pasto) con maleza crecida en algunos puntos, pero que en agosto se llenaba de gente que salía a elevar sus cometas, la mayoría hechas por los primos de mi mamá. También jugábamos fútbol en planeco, cuando no podíamos hacerlo en la cancha porque estaba jugando la gente grande, o sea los amigos de mis tíos, viejas promesas del deporte en las que muchos vecinos depositaron toda su fe y esperanza, pero que ellos cambiaron por la marihuana y el aguardiente cuando los conocieron y no los dejaron ni ellos a los vicios ni los vicios a ellos.

La bruja, según mi tío, era el mejor arquero de la ciudad. Sacaba mejor que Oscar Córdoba, me dijo alguna vez, un diciembre, que charlábamos en la puerta de la casa. La bruja pudo haber sido mejor que Oscar Córdoba, pero conoció algo más llamativo que lo dejó enganchado y con un tic constante de rascarse la nariz y mover la mandíbula hacia los lados. Se ve hasta divertido cuando lo hace.

Ellos jugaban en la cancha, la misma cancha por la que pasaron las esperanzas de todo un barrio. La esperanza de que saliera por lo menos un jugador famoso para que inspirara a otros. Pero quien llegó primero fue el futuro, y llegó mucho antes de estar preparados para recibirlo. El Metro, el orgullo de la ciudad, decidió pararse con furia sobre la cancha y abrió huecos gigantes para sus vigas y la cancha fue historia.

Diego, Juan Rodrigo, Higuita, Juan Gonzalo, Mauricio y Camilo -los mellizos- y muchos otros nos quedamos sin cancha para jugar. Pero igual teníamos a planeco, el morro y otras mangas a donde irnos a jugar, hasta que crecimos. Hoy todas esas mangas y esos morros siguen siendo famosos, aún más que aquellos días. Demás que los has oído nombrar, son conocidos como “La comuna 13”, por donde no se puede caminar si no te dan permiso. Yo lo hice sin permiso muchas veces, pero eran otras épocas. Las balas y las explosiones de Pablo Escobar estaban en otras partes, no en San Javier. Nosotros reíamos entonces, pero crecimos.

Diego se volvió un excelente músico que ahora viaja por el mundo con el Ballet de Antioquia, Higuita es hoy en día Ingeniero Agropecuario, de los dos Juanes no sé mucho, aunque a veces los veo. A Mauricio lo mataron porque lo confundieron con su hermano, un famoso sicario del cual nunca más volví a saber nada. Por mi parte, crecí y estudié Comunicación Social, carrera que a estas alturas de la vida no sé si he practicado como profesional o no.

Los domingos por la noche me visita la nostalgia y juntos recordamos. Hoy llegó de sorpresa. Llegó cuando me comía una insípida arepa comprada en Carulla y empacada en paquetes de a diez. Una insípida arepa que sabe a fábrica, nunca a las dulces manos de mi abuela.

sábado, 14 de abril de 2012

De cómo conocí a los beatles


El principio

Al final solo había cuatro tipos que sabían de qué se trataba realmente Los Beatles (Paul McCartney. Foto Robada de Google)
Año? 1984 o 1985, estaba muy pequeño para recordarlo con franqueza. Sí recuerdo otros detalles -un poco menos importantes-. La casa de mis abuelos maternos, en el barrio San Javier de Medellín. Una hermosa casa de dos pisos, y apenas subiendo la escalera la habitación de mi tía: dos camas, un closet –en el que siempre creí que espantaban-, mucho desorden, un tocadiscos y unos cuantos LP´s.

Recuerdo que había varios de música clásica (nada interesante para un niño de 5 años), uno de Air Supply y una colección, empacada en lo que pareciera ser una caja de madera, llamada “Beatles for Export”. Era una colección de ocho discos que representaban cada año del cuarteto de Liverpool (1962 a 1970). Por cosas de la vida, como que mi tía quiso comprar la colección por cuotas y solo le alcanzó para los tres primeros, es decir, 1962, 1963 y 1964, pero eso no viene al caso.

Tenía mi tía un tocadiscos bastante adelantado para su momento, ya que funcionaba con la modalidad CD, es decir, solo bastaba con poner el disco a rodar y hundir un botón -del uno al diez- y automáticamente la aguja buscaba la canción que uno quería oír. Realmente era adelantado, además fácil de usar para un niño que no conocía nada acerca de la importancia  de saber poner bien un disco de acetato.

Un día cualquiera, con la curiosidad infantil que aún conservo, le pedí a mi tía que pusiera ese disco que me había llamado la atención, en cuya portada se veían cuatro (para mí) señores, con gafas oscuras y con guitarras y batería. Ella, mi tía, por salir del paso, no acató más que a poner el LP completo y dejarme solo ante la música que estaba por salir y -sin saberlo- cambiarme la vida.

Yo estaba acostumbrado a otros ritmos, a otras canciones. Para 1984 yo era un niño de cinco años, alrededor del cual se juntaba toda la familia para oírlo cantar “Tierra Labrantía” o “Al sur”, canciones hermosas del folclor nacional. Algunos de mis recuerdos favoritos de infancia ocurrieron sentados mi papá y yo, comiendo sardinas enlatadas y oyendo “Se va, se va la lancha, se va con el pescador; y en esa lancha que cruza el mar, se va, también, mi amor”. 

Aún me parece increíble que recuerde eso con tanta nitidez. Yo, de unos dos o tres años, sentado entre las piernas de mi papá, los dos en el piso, y actuando como si estuviéramos manejando una lancha. Hay recuerdos que se quedan, realmente, grabados en alguna parte de la memoria, esa parte que te hace sonreír cada vez que te llega esa imagen. Gracias a mi viejo conocí mucha de la que considero mi verdadera música colombiana: pasillos y bambucos; tiples y guitarras. Para mí esa era la música, nada más. 

Por eso cuando oí a los Beatles, mi mundo infantil se sacudió. 

Después de esa tarde -y a escondidas- volvía a poner el mismo disco, una y otra vez. Repitiendo y repitiendo. Dos canciones, particularmente, son las que resuenan siempre que vuelvo a esos días: I´ve should have known better y I wanna hold your hand. Me encantaba el sonido de la harmónica de la primera y el coro de la segunda. Lo balbuceaba, eso sí. Por qué me gustaban? No lo sé.

Pasó el tiempo y después de haber estudiado a los muchachos de Liverpool, supe que parte de su éxito se debe a las melodías que usan porque, de alguna forma, reviven en el subconsciente ese lado infantil que todos llevamos por dentro: ese juego melódico del coro de I wanna hold your hand es, ni más ni menos, que el sonido más infantil que podamos reconocer. Por qué? Porque es un juego sonoro, porque nos despierta nuevamente a esa época maravillosa pero que todos olvidamos a las malas, sin saber el daño que nos hacemos. (Espero dejar la duda para que vayan y oigan la canción y se den cuenta de qué hablo, ahí queda enlazada).
Y si le gusta a una persona adulta, imagínese lo que puede hacer con un niño. 

Me envicié, me enamoré de ese sonido, de esa melodía infantil. A mí no me importaba que fueran los mismos Beatles los que cantaban, a mí solo me importaba seguir el ritmo, la música me hacía cantar sin saber lo que decía. Yo solo era feliz, era un niño. 

Antes pasaba horas con mi papá cantando la música “de él”, y la quería, mucho; solo que ahora podría decir que, de alguna manera, los Beatles se habían convertido en “la mía”.

Corto repaso de los Beatles

John, Paul, George y Ringo eran (los que se fueron) y son, antes que cualquier otra cosa, personas comunes y corrientes. Nunca dejaron de serlo. Que eran diferentes, sí. Que poseen un talento único, obvio. Que cambiaron el mundo, claro! Pero nunca fueron más que cuatro personas, como tú o como yo. Eso, justamente, es lo que siempre me ha gustado de ellos. 

Por fuera del campo energético, de sus auras especiales y de su talento innegable, son personas. Ríen, cagan, les da mal aliento, les da sed, beben, comen; como tú, que también te da mal aliento, que también ríes. Lo que trajeron consigo, eso sí, fue mágico. 

Siempre me ha gustado justificar la importancia de ellos –ante los detractores-  en una frase: analizarlos en retrospectiva es muy fácil, para valorar realmente su importancia hay que ubicarse en su momento.
Solo duraron ocho años en el ojo público (1962-1970) y en ese corto espacio de tiempo lanzaron trece álbumes –incluyendo la banda sonora de Yellow submarine-: Please, please me; With the Beatles; A hard day´s night; Beatles for sale; Help!; Rubber Soul; Revolver; Sgt. Pepper´s lonely hearts club band; Magical Mystery Tour; Yellow submarine; White Album; Abbey Road y Let it be. 

Dieron su ultimo concierto en 1966, cuatro años antes de separarse y, sin embargo nunca dejaron de estar en el número uno de las listas. Se volvieron aún más creativos, maduraron musicalmente (recuerda que son los mismos de She loves you y Come together, así parezcan dos bandas diferentes) y fueron pioneros en miles de técnicas con las que ingenieros de sonido graban hoy en día. Esto, entre muchas otras cosas que seguro conoces ya.
Su música, sus conceptos musicales, sus canciones, sus armonías, sus letras, sus éxitos, sus métodos de grabación, sus pintas, sus controversias, sus creaciones y hasta su final; todo lo que tenga el sello Beatles ha influenciado el mundo musical que ha seguido firme hasta nuestros días.

jueves, 12 de abril de 2012

Grandes hazañas que a nadie le importan: El palo del volador cayó en el mismo punto desde donde lo tiré.


Es verdad, los colombianos somos los seres más felices del mundo. En cualquier lugar, por absurdo que sea, buscamos –y encontramos- excusas para satisfacer esa felicidad: el buñuelo más grande del mundo, una imagen de la sagrada familia dentro del hueco de un pandequeso o las películas de Dago, no importa. Hay mujeres que ven una hazaña épica en rebajar 2 kilos para poder usar con confianza el pantalón talla 14.

Entonces, ¿por qué no me voy a sentir orgulloso de mi historia? Tiré un volador cuyo palo cayó justamente en el mismo punto desde donde fue lanzado. Quién mas puede contar esa historia en este país. Si otros se enorgullecen por preparar un tamal que alimenta a 500 personas por qué no puedo hacerlo yo –sentirme orgulloso, el tamal no-.

Para empezar, debo reconocer que la pólvora usada de manera irresponsable me parece una irresponsabilidad. No se le puede entregar una papeleta a un niño, por mucha pinta de futuro exalcalde que tenga. Si hay algo que nos ha enseñado la historia es que la pólvora solo debe ser maniobrada por expertos, es decir esmeralderos y traquetos –ojalá borrachos, ambos-. Como la única esmeralda que conozco es una prima segunda y de traqueto lo único que tengo es la nacionalidad y un gusto ilógico por John Lennon, soy, de entrada, un inexperto para manejar cualquier artefacto que contenga pólvora, llámese papeleta, arma de fuego, cañón naviero o burro bomba.

Sin embargo, como irresponsable que siempre he sido, eso no me detuvo aquella noche decembrina en la que, con unos amigos, fuimos a parar a la finca de uno de ellos vaya usted a saber por qué.
Diciembre y su música son una mezcla que para mí puede resultar alérgica, así que preferí dejar el fandango en el que se encontraba mi grupo de contertulios y salí a caminar como buen amago de bohemio por el verde césped. 

Olvidé decir que llevábamos voladores a la finca? Con un cigarrillo en la mano y un volador en la otra, comenzó mi hazaña.

No sé si usted ha tenido la oportunidad alguna vez de tirar un volador. Si no lo ha hecho, déjeme decirle que no es tan sencillo como se ve en los noticieros, cuando los periodistas se acuerdan de que Colombia no solo es Bogotá y entonces les toca salir a los pueblos a ver qué está pasando por allá. 

Acá, me permito hacer la salvedad, quiero hacer énfasis en que crónica pueblerina que se respete siempre tendrá entre sus elementos este par de calcomanías de colección: un niño vestido con camisilla color naranja, motilado a ras hace poco menos de un mes y con un moco que se secó entre la fosa y el labio superior una media hora antes de que la cámara lo grabara. Y posteriormente la simpática sonrisa de un señor carente de incisivos, el cual es el encargado, además, de una titánica tarea: cargar en la misma mano una cerveza y un volador. La imagen es impactante no solo por el hecho de maniobrar dos elementos en una sola mano, si no porque la nota es grabada a medio día, lo cual confirma una triste verdad: somos un pueblo bebedor y escandaloso a cualquier hora.

Pero no estaba hablando de eso. Decía que lanzar un volador no es tan sencillo como tomarlo, encenderlo y ya. Debe haber una comunicación entre él y tú. Por unos momentos son uno los dos, él te habla y tú lo escuchas. No puedes soltarlo inmediatamente, debes agarrarlo bien, nunca por el palo. En su momento él te hará saber que está listo para abandonarte y tú, que ya lo sientes propio, debes dejarlo marchar, así te duela. 

Pero hay que entenderlo, ese es su destino, él lo escogió hace un tiempo en aquella bodega en la que unas manos tomaron pólvora a puñados y él, en su idioma polvoril, les pidió que no lo volvieran papeleta, tampoco tote. Su sueño era ser un volador, como en aquel cuento de Oscar Wilde que había leído cuando tan solo era nitrato de potasio. Él escogió ese destino, así que déjalo ir.

Y eso hice yo. Después de enviado, como suele suceder, me quedé viendo su recorrido hasta que estalló en el aire. Y acto seguido, como buen ensimismado que soy, me quedé mirando el cigarrillo hasta que un silbido cruzó el espacio y sentí algo que pasó muy cerca de mí. Cuál no sería mi sorpresa cuando vi que, en el mismo punto desde donde lo había lanzado, había caído el palo del volador. Y para mejorar la escena, se había enterrado recto.

Corrí a contarles a mis compañeros lo que acababa de suceder, les narré con lujo de detalles todo, pero fue en vano. Mi historia les pareció, por lo menos, absurda, así que siguieron en su fiesta, con su música, con su diciembre.

A la madrugada siguiente un amigo vio el palo enterrado y preguntó qué era eso. Se lo expliqué y cuando empezaba a creerme y a emocionarse con mi historia gritó alguien desde la casa: 

“Rápido, vengan, una tía mía está en el noticiero”. Fuimos y efectivamente ahí estaba la señora: era una de las 200 señoras más que ponían sus manos para amasar el que sería el próximo tamal más grande del mundo.


La responsabilidad de opinar

No se olvida hablar, dicen los científicos. No se olvida a pesar, incluso, de haber estado en coma. Se pueden perder otras habilidades: motricidad, reflejos, memoria, pero no el habla.

Necesitamos comunicarnos, pero de cualquier forma?

Hoy en día, uno de los grandes problemas de las redes sociales, creo, es que la gente confundió participación con opinión y por ahí derechito, con juzgar.

No se puede cometer un error simple porque se corre el riesgo de ser la comidilla de todos aquellos que creen que por tener un correo electrónico ya son dueños de la verdad absoluta. Nuestros elementos de valor para generar opinión se limitaron a “alguien me contó” o, incluso –lo más triste- “es el tema de moda”. Y la investigación? Hermano, ahí tenés Wikipedia, por lo menos.

Yo soy semi disléxico y no se imaginan lo que sufro cada vez que escribo algo y siento que trnqué un par de letras.

Criticamos, decimos lo que creemos, señalamos sin fundamentos y hasta herimos, pero fresco, son las ventajas que te da el hecho de estar siempre detrás de una pantalla hundiendo unas teclas, respondiendo al impulso cerebral de escribir, no de pensar.

Punto aparte: en estos días hablaba con un amigo músico -de una banda la cual admiro y respeto profundamente y de la que me considero gran seguidor- y me decía, hablando de mi carrera de comediante: “Espero que llegue el día en que me sorprendás con lo que decís”. Le pregunté, “me has visto alguna vez?” y su respuesta fue: “Pues, te vi una vez en televisión”.

Me quedó sonando ese que, para mí, fue un momento incómodo, y solo después de un largo rato encontré la respuesta que me hubiera gustado darle en ese instante (a veces no soy tan efectivo pensando, o demás que conecto mucho el cerebro antes de, para no salir con barrabasadas). Pensé: “Creés conocer todo sobre mi carrera solo porque viste un pedazo en televisión? Es como si yo dijera que conozco toda la discografía de tu banda por haber oído 2 canciones”. Cierro paréntesis.

Dicen los científicos que en la evolución del ser humano tendemos a perder todos los dedos de las manos, salvo el pulgar y el índice. Ya no necesitaremos los corazones, anulares y meñiques. Para qué si hoy manejamos un control remoto con solo dos dedos. Los mismos que usamos para hablar por el blackberry, el iphone o el Smartphone de moda. Cada vez hay más smartphones en manos de dumbpeople.

Ni siquiera el teclado nos salva de la evolución. A mí, por lo menos, no me sirvieron mucho las clases en el colegio. Sigo escribiendo con los dedos índices de cada mano de la misma manera en que lo hacía en 1992, cuando el padre Claudio (creo que se llamaba así) nos dictaba la clase más absurda que tuve en todo el bachillerato: mecanografía. No me sirvió de nada saber que la A se marcaba con el meñique de la mano izquierda. Nunca lo necesité, fue solo un susto que me querían dar. Lo mismo cuando me dijeron que en Estados Unidos nunca me iban a poner atención si no hablaba perfectamente inglés. Falso!

El ser humano, de una u otra forma, ha encontrado la manera de comunicarse, de hacerse entender. Ha sido parte de su propia evolución.  Los idiomas no nos impidieron construir imperios, acabar civilizaciones, crear e interpretar calendarios cientos y miles de años después de haberse hecho (incluso algunos de culturas extintas).

Entonces, en qué fallamos? Será que no estábamos preparados? Seguimos siendo un pueblo chismoso que gusta de participar, de comer del muerto, de ruñir el hueso a ver qué encuentra? Enceguecido? Terco?

Mañana alguien trinará algo desde su iphone, con tan mala suerte que el corrector de ortografía no reconozca la palabra y la cambie automáticamente por otra sin sentido. Y ahí estaremos, tildando de ignorante a quien trinó. A lo mejor seré yo, o alguien como yo, que con semi dislexia cambie algo. Y estaremo mofándonos de ella. Sin pensar un solo segundo en la responsabilidad de opinar.

Mangos maduros


Dígale a Camilo que se baje de esa nube.

Por lo general las nubes en las que viajaba Camilo no eran blancas, como todos las conocimos, si no verdes y rosadas cuando llovía y un par naranjadas cuando su mamá estaba de mal genio, que era, casi siempre, los martes que terminaban en números primos. Y ese día era en el que Camilo me caía bien porque cuando estaba de mal genio pareciera que el mundo se fuera a acabar y el cielo se ponía, primero ocre y después morado, como a eso de las 3 de la tarde.

A mi no me daba miedo de Camilo, porque yo lo conocía y me había dicho que le caía bien yo a él. Me lo dijo un día por la tarde, como a las 4. Yo le pregunté: “oiga, Camilo, yo a usted cómo le caigo?” y el me dijo “Antonio, usted me cae bien. Para qué quiere saberlo?” y yo no supe qué decirle. Solo quería saber que le caía bien. No sé por qué, pero eso me daba cierta tranquilidad…y el cielo se puso verde.

Un día me invitó a viajar con él. No sé qué le dieron ese día de desayuno, pero estaba raro. Él me dijo que desayunó normal, pan con yogur de mora –que era el que más le gustaba- y me preguntó por qué le preguntaba por lo que había desayunado. No supe qué decirle, entonces le dije que ese día yo no había desayunado porque no me había dado hambre, pero cuando nos fuimos a viajar sí me dio y le dije que tenía hambre y él me dijo que si quería que parara para que comiéramos algo, pero yo no quería parar, me gustaba el viaje y como el cielo estaba como rojo, le dije que fresco, que yo veía qué comía por ahí, que no se preocupara. Entonces aproveché y estiré la mano cuando pasamos por un palo de mangos y cogí uno rojo como los labios de Constanza y me lo comí. Yo le ofrecí a Camilo un pedazo, pero él me dijo que no le gustaba Constanza, que me comiera el mango solo. A mi sí me gustaba mucho Constanza, entonces me comí el mango solo y no le dí. Yo le pregunté que por qué no le gustaba Constanza y me dijo que era porque tenía los ojos muy negros y que le daba susto eso porque no podía mirar bien adentro porque eran muy negros y no se podía. A él le gustaban más los ojos claros, porque podía ver adentro. A mi me gustaban los ojos de Constanza y los labios rojos, por eso me comí el mango pensando en ella. Pero también me gustaba su nombre: Constanza. Cons-tan-za. Me hacía cosquillas en la lengua cuando decía la primera sílaba: Cons. Y  me daba risa porque en el paladar se me hacía un hormigueo muy bueno que solo se calmaba cuando comía mango.

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Cuando se fue poniendo de noche el cielo y se veía la luna yo no sé por qué, pero empecé a cantar puro beatles, “Jir-coms-de-son-turururu-jir-coms-de-son-enaisei-is-olrai”. Yo cantaba y quería cantar como George Harrison, el beatle favorito de mi papá, aunque dijera que le gustaba más Ringo porque tenía nombre chistoso. Yo nunca le he visto nada de chistoso a llamarse Ringo. Me gustaría llamarme Isaías, pero mi mamá me puso Antonio porque un tío de ella se llamaba así y se murió cuando yo iba a nacer. Dicen que mi tío se murió porque lo mordió un perro rabioso y le dio fiebre amarilla. Por eso me llamo Antonio y siempre que Camilo me invita a viajar con él le pido que me lleve hasta las nubes que se ven a lo lejos, porque allá el cielo, cuando no está bravo Camilo, se pone de color amarillo los martes de números primos y ya he visto dos veces a mi tío Antonio, o al menos eso creo yo, porque no lo conocí. Pero estoy seguro que es mi tío Antonio porque él me lo dijo. Me dijo “Yo soy tu tío”, pero no me dijo el nombre. Solo me dijo que es mi tío. Y yo sí creo que es él porque cuando veo esas nubes amarillas, por allá a lo lejos, cuando el cielo se pone amarillo los martes de números primos, la respiración se me corta a ratos y yo creo que es de pura emoción. Entonces me tomo un jugo de maracuyá y me calmo.

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Hoy vi a Constanza por la mañana. Yo iba caminando por la calle como quien no quiere la cosa. Estaba muy triste y yo le pregunté que por qué estaba así, pero ella no me quiso decir nada. Y a mi me dio dio susto porque me quedé mirándola y tenía los labios muy pálidos, como rosados con mucho azul. Y tenía los ojos claros y me quedé mirándola a ver si veía algo, pero entonces ella se daba cuenta y los cerraba. Los cerraba duro, muy duro, como cuando uno quiere pedir un deseo con muchas ganas como para que se le cumpla y por más que quería no podía ver nada. Entonces ella no se aguantó y me dijo: “Dígale a Camilo que se baje de esa nube”. Pero cuando miré al cielo estaba completamente azul, así como todos lo conocemos y me dio pereza. Además no había una sola nube, ni una sola. Yo las busqué y no las vi, ni una sola. Entonces supe que Camilo se había ido a vivir con mi tío Antonio y desde ese día, todos los martes de números primos, invito a Constanza a que me acompañe a saludar a mi tío y a Camilo.

Y siempre llevamos mangos.

Escribir por escribir

Escribir por escribir. Agarrar la hoja en blanco y listo! Sin pretensiones, sin querer cambiar el mundo, así uno piense que Lennon lo hizo con otra hoja en blanco parecida a la que ahora rayo yo.

Envidio a esos que sacan ideas –o su misma vida- y la ponen en el papel, así, tan fácil. No crean que no lo he intentado. Muchas veces. Pero nada, ahí me quedo, escarbando en recuerdos, en sensaciones, en pensamientos, en ganas. Y la hoja ahí, blanca.

Me dan celos de los que tienen mejores tweets que yo, me sorprenden los inteligentes, los avispados, los creativos, los que en 140 caracteres dicen más que cualquier otro.

Yo prefiero hablar, porque aprendí que al hablar las pausas se entienden. En la hoja no. Nadie me va a creer que en este momento, justo en este momento, levanté las manos del teclado y llevé la mirada a la ventana a ver si de pronto allá, en la lluvia que cae, encuentro las palabras para dar con la idea exacta. Qué va! Si hasta la sola idea de la lluvia ya es cursi, pero qué hago si afuera llueve.

Hablar por hablar, escribir por escribir. Dejar fluir, salir del círculo, dar tu opinión, que los demás te escuchen, te paren bolas, te pongan atención, comprendan lo que tú mismo has intentado comprender desde que esa idea te llegó a la cabeza. Y le has dado y le has dado vueltas y vueltas. Ahora es cuando. Que te oigan, dilo!

Yo rompo el círculo no siempre que quiero, pero a veces me sorprendo cuando me veo haciéndolo, o cuando lo hice porque al momento de hacerlo, quizás, estaba tan ensimismado que no era capaz de manejar mis propias manos, mis propios pensamientos y zas! Acá estoy, de un momento a otro fuera, mirando de reojo, haciéndome el desentendido. Me río, de mí? A lo mejor, eso también lo he aprendido en el camino, con la hoja vacía, con la mente en blanco, con el corazón arrugado y la risa puesta, firme, al frente, porque nunca se sabe quién cruzará el camino y siempre será mejor recibirlo con una risa, para contagiarlo, para que haga lo mismo, para crear una cadena, no un círculo. Que no se cierre, que la vida fluya, que tu luz ilumine, que el camino se haga más llevadero. Para que cuando nos encontremos nuevamente en él, quién sabe en cuál cruce, nos riamos juntos y entenderemos que Lennon solo pedía amor.