miércoles, 3 de diciembre de 2014

Chepe





De todos los billetes, el que más me gustaba era el de 200 pesos. No recuerdo si era el más grande o si había uno de 500 pesos, pero sí recuerdo que su color verde era el más llamativo para mí. El de 100 pesos era bonito, con tonos naranja y amarillo. El de 50 pesos era morado, o así lo tengo archivado en la memoria. El de 20 pesos lo recuerdo muy poco. Pero el de 200, el verde, era mi favorito. Me gustaba su olor a billete y su rigidez de papel moneda nuevo. Mi abuelo los guardaba en separadores de madera y nosotros entrábamos a su oficina y los cogíamos como si nos pertenecieran. Cuando digo nosotros me refiero a mi hermana, mi hermano y yo.

Tendríamos unos 8, 5 y 3 años (yo en el medio) y mi abuelo nos alcahueteaba el desorden que le armábamos. Al final, a la hora de irnos, nos regalaba de a billete para cada uno –por lo general de 20 o de 50 pesos, que él mismo reponía de su bolsillo- y salíamos de su oficina en el centro, en la sede de “Inversiones ganaderas” -en la que manejaba la contabilidad o era el gerente, no recuerdo bien-.

Los abuelos no trabajan. Ellos van a jugar a ser adultos hasta que sus nietos llegan a visitarlos, entonces recuperan algo de lo que fueron hace muchos años y por un momento se olvidan que entre ellos y sus nietos hubo hijos que crecieron, molestaron, salieron en primeras citas, se enamoraron, se casaron, se fueron de la casa y trajeron otros hijos. Entonces vuelven a ser hijos, pero con más años, menos pelo y más alcahuetas.

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Mi amor por el maní no tiene fecha ni primer recuerdo. Desde que tengo uso  de razón me han gustado los frutos secos. Un paquete de maní es un placer que cae bien a cualquier hora. Y hablo del maní, así, simple, a secas. No de las miles y un mezclas que existen hoy en día: con nueces, con almendras, con dulce, con arándanos, con pistacho, etc. Esas nueces elegantes llegaron muy tarde a mi paladar. Mi amor por el maní nace desde el amor simple.

Pero como todo amor, tiene sus momentos amargos. Muy amargos.

Con mi abuelo era muy normal salir de viaje, sin importar a dónde. Cualquier sábado por la mañana nos levantaba y nos decía que teníamos que ir con él. La verdad, no era problema, porque sabíamos que fuese lo que fuese, el viaje incluiría carretera. Mi asociación abuelo-carretera es tan normal como natilla-buñuelo.

Apenas teníamos tiempo de arreglarnos y salíamos de viaje hacia cualquier lugar, más que todo en el suroeste, de donde era él: jericoano como ninguno. Si pienso en la definición de antioqueño (y no estoy exagerando) siempre la primera imagen que me viene a la cabeza es la de mi abuelo: un tipo alto, gordo. De camisa bien planchada, poncho al hombro, sombrero y carriel de piel de nutria.

Subíamos a una camioneta Toyota Land Cruiser de las viejas. Roja con techo blanco. Adelante iba mi abuelo manejando, por lo general acompañado de algún amigo y atrás nosotros sentados en unas sillas que fácilmente rompían cualquier protocolo de seguridad. Con unas ventanas que apenas se podían abrir y una incomodidad que la infancia no registra con rencor aunque pasen los años.

Si los viajes eran al suroeste habían varias paradas obligadas: arepas de chócolo hechas en molde por los lados de la variante de Caldas. Luego los dulces en cualquier lugar que se atravesaran y más adelante parábamos en algún estadero a tomar Uva Lux con arepas redondas con mantequilla. Luego seguíamos derecho hasta donde fuera el destino del viaje. Y fue justo en uno de estos paseos con el abuelo cuando tuve mi amarga experiencia.

Recuerdo que llegamos a una finca. En algún lugar. En alguna parte. No recuerdo muy bien. Recuerdo, eso sí, que tan pronto llegamos mi abuelo se fue a hablar con el amigo con el que había hablado toda la carretera y nos dijo “tengan cuidado”. Mi abuelo era un tipo de pocas palabras. A veces menos que las justas. Si pudiera juntar todas las veces que lo escuché hablar, no alcanzaría para hacer media hora continua de diálogos sueltos.

Yo hice caso a sus palabras e interpreté “vayan por ahí y ahorita nos vemos”, así que me dirigí a conocer el lugar. Si cierro los ojos recuerdo un camino de rieles por el que me fui caminando en medio de árboles y pasto bastante montado. Al fondo se oían una quebrada un tanto crecida y más al fondo un barullo de personas, probablemente los trabajadores de la finca. Si digo que sentía tranquilidad, no miento; y fue mucho más fuerte cuando me descubrí ante lo que para mí era el paraíso: un campo lleno de maní, solo para mí.

Cuando digo campo puedo estar exagerando, pero la emoción mezclada con la imaginación infantil me llevan a pensar en eso. Realmente era mucho maní expuesto sobre unas lonas. Nadie a la vista. Todo para mí. Como buen niño glotón corrí a comer lo que más pudiera, así que de entrada tomé un primer manotazo –lo que pudiera agarrar con la mano- y me lo mandé a la boca.

Mi abuelo era un buen negociante –virtud que heredó a la perfección mi mamá y 2 de los 3 hijos de ésta: mis hermanos-, pero así de buen negociante también lo era con su corazón. Cuentan mis tíos que fue dueño de muchas propiedades en Jericó (hoteles, apartamentos, edificios, etc.) pero al primer asomo de caridad con alguien necesitado no dudaba en desprenderse de lo que fuera para ayudar a quien pudiera.

En su recorrido por las aventuras de los negocios manejó hoteles, bancos, crió animales y se interesó en el prometedor negocio del café. En el suroeste buscó sin éxito hacerse a alguna finca para sembrar los pequeños arbustos del grano con el que se prepara la bebida insigne colombiana. Frutos que se recogen maduros, se llevan al cebadero. Se lavan, se pelan, se dividen en dos y se ponen a secar al sol. Para que sepan y huelan a café necesitarán ser tostados; antes de eso son solo simples frutos muy amargos que divididos en dos tienen forma de maní.

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En la casa de mi abuelita siempre se comía bien. Uno de mis mayores placeres era entrar a la cocina y abrir la nevera a ver qué me encontraba. Eran otros tiempos y otras recetas. Personalmente mis favoritos eran el ají que ella preparaba, las arepas que hacía con su máquina de moler y el dulce de vitoria, una especie de calabaza que conocí en su estado natural en una finca en un pueblo a una hora de Medellín llamado La Unión. Mi abuela cocinaba la vitoria con panela y azúcar durante una hora y luego esperaba a que se fuera secando. Cuando se enfriaba se servía en una taza grande y se le agregaba leche, nada más. A ratos siento lástima por aquellos que no saben lo que son estos postres; que no han comido mazamorra, mielmesabes, cortado de leche y el mismo dulce de vitoria.

A pesar de todo eso, si había un momento en el que era totalmente feliz, era cuando mi abuelo regresaba del trabajo y traía una caja amarilla con franjas rojas: era pollo frito Frisby.

Mucho antes de volverse un pollo frito famoso, antes de su pegajosa canción y su inolvidable eslogan, el pollo Frisby era un placer que disfrutábamos en la casa sin razón aparente. Muchos años después supe que existía una tradición bizarra en Antioquia y era que cuando los papás habían estado bebiendo llegaban con un pollo a la casa para contentar a sus esposas. No puedo asegurar que mi abuelo lo hubiera hecho o que simplemente lo llevara porque siempre fue un tipo de manos amplias y sueltas al que le gustaba regalar lo que pudiera, así muchos se aprovecharan de ello –incluidos sus nietos-.

Me cuenta mi mamá que este domingo, dos días antes de que muriera, se sentaron a conversar en mi finca y el abuelo preguntó:

-          ¿Qué día es?
-          30 de noviembre
-          Ve, no me han pagado la pensión

Efectivamente la pensión se la habían pagado, pero como siempre sucedió con él, ya se la había gastado; no en él, sino en las personas que pasaban por la puerta de su casa y le pedían que les ayudara con alguna cosa.

Su bolsillo era un flujo constante. Sus hijos y sus nietos se lo llenábamos para que no se sintiera pobre y él lo iba entregando a quienes le pedían.

Alguna vez mi hermano lo acompañó a reclamar su pensión al centro y, cuenta mi hermano con su maravilloso sentido del humor (que yo nunca alcanzaré a tener), que tan pronto lo veían llegar a la ventanilla corrían hacia él montones de personas a supuestamente ayudarlo, pero cuál ayuda si lo que hacían todos esos vivos era quitarle en inmerecidas propinas y falsas ayudas lo que el viejo recibía mensualmente por su trabajo de toda la vida.

Puede que no hayamos sido ricos, o que lo fuimos y no nos dimos cuenta, o que lo fuimos y nos dimos cuenta pero también vimos cómo esas épocas boyantes se fueron yendo en manos de personas que buscaban al abuelo.

Afortunadamente yo era muy niño para entonces, lo suficiente para no saber que el pollo asado o frito era un manjar de familias pudientes (faltaba mucho para que dejara de serlo y perdiera su estatus) y me ponía feliz cada que mi abuelo llegaba a la casa con una caja de Frisby, porque “nadie lo hace como Frisby lo hace”.

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El abuelo envejeció sin darme cuenta. De un momento a otro ya no iba a trabajar. Ya no había paseos en camionetas al suroeste, ya no había pollo en la casa. Éramos nosotros los que íbamos a recogerlo y se sentaba en el puesto del pasajero a mirar el paisaje. Rara vez hablaba, rara vez reía. Solo hacía esto último con mi hermano y sus geniales apuntes o con mi tío Jorge, hermano de mi papá y que adoró a mi abuelo como si hubiera sido su propio padre. Ayer se reencontraron allá, en algún lado donde no hace frío, y seguro Jota les volvió a contar a mi abuelo y a Yui alguno de sus chistes y ellos se abrazaron y rieron. Quiero creer eso, por muy cursi que suene.

El abuelo envejeció, pero no se hizo más débil. Quizás un poco más astuto y un poco más aprovechado de su condición de hombre mayor, de patriarca. Hasta su agudo sentido para los negocios se encendió con la edad y con un poco de inocencia, como aquella vez que compró un revólver para luego venderlo más caro. Para él el concepto de “porte ilegal de armas” era algo que no podía tocarlo y hasta podría sonar un poco divertido. Sus tiempos eran otros y los años que a todos nos llegaron a él solo lo atacaron en lo físico. En el fondo era un niño inocente que creía en la gente.

Una tarde que llegué a visitar a mi abuela la vi cosiendo como siempre sentada junto a la ventana y allí, en el marco de la misma, 6 balas secándose al sol y un revólver a su lado. Una viejita de casi 80 años en esas. Cuidado te roban el hilo, le dije por molestar y ella me respondió que José –mi abuelo- le había dicho que había que secar las balas al sol para que no se dañaran. No sé de dónde habría sacado esa historia.

Mi abuelo envejeció ante mis ojos y solo me di cuenta cuando ya era viejo

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Quizás fui más apegado a mi abuelita. De pronto ella era más cariñosa conmigo. De pronto para reponer el cariño que el abuelo nunca me compartió para mí solo, como si lo hizo con mis hermanos.

Tengo un triste recuerdo que aparece siempre que pienso en el abuelo. Es el único lunar entre tantas cosas buenas, pero como no hemos perdido ese vicio estúpido de ver lo malo mil veces más grande, vuelve y aparece y a veces se come el resto de la luz. Fue un solo detalle pero a veces pareciera pesar más que todo. No fue la gran cosa, pero tampoco la quiero contar. Quiero creer que en los últimos años hicimos las paces y nos perdonamos los dos. Nos perdonamos algo que el otro a lo mejor nunca hizo pero nosotros creímos que sí. A veces la mente engaña tan fuerte que inventamos cosas y las volvemos nuestras verdades. Yo perdoné al abuelo por lo que creo que él hizo. Espero que él me haya perdonado por lo que sea que él haya creído que yo hice.

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Cuando me senté a escribir este texto creí que no pasaría de una hoja, máximo dos, y acá estoy evitando contar más y más historias. Cada vez aparece un recuerdo nuevo y con él colores, sabores y olores. Todos positivos. Todos hermosos.

Me descubro queriendo a un abuelo que en algún momento sentí lejano, pero nunca distante. Me descubro sorprendiéndome con el cuadro que mandó a pintar en el que estamos mis hermanos, él y yo abrazados. Un cuadro que aún sigue en la casa, en algún lado. Que a pesar de los 8 nietos que llegaron mucho tiempo después de mi hermano menor, ahí se quedó, como un trofeo a una época diferente, cuando el abuelo era más joven, menos viejo.

Recuerdo los viajes a San Rafael, un par de viajes a Santa Marta, las idas a la finca. Recuerdo su botella de Johnnie Walker sello negro cada día del padre. Recuerdo sus enormes manos que se movían tan lento y tan suave que demostraban que era él todo un contraste. Que cuando le entregaba un billete de 20 mil pesos apenas se movían y se sacudían suave mientras me decía “gracias, mijo” y volvía entonces a concentrarse en el televisor, así no viera nada.

Mi abuelo era un roble. Hasta el último día estuvo consciente y con muy buena salud. Muy pocas veces lo vi enfermo y nunca, ni siquiera la vez que le dispararon en el brazo los tipos que entraron a robar a la casa, lo vi quejarse por algo.

Para celebrar los 60 años de matrimonio con mi abuela, en 2009, volvimos con ellos a Jericó y celebramos una misa en la misma capilla en la que se casaron. Al terminar las palabras del sacerdote fue mi abuelo quien lloró. No ella.

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Acá estoy, convencido de que serían solo 2 hojas…






domingo, 3 de agosto de 2014

Aerosol

A la mañana del tercer día la despertada me dio más duro. Nada se sabía desde la vez que la vi pintando con aerosoles una pared de la vieja casa por donde pasábamos caminando cuando se nos habían acabado las cervezas y donde ella se fumó el último cigarrillo que no sabía a nada. Como el mundo, que tiene tantos sabores que ya uno no sabe qué es lo que está probando; como cuando esa vez en cine me dio por llenar el vaso con todos los sabores de gaseosa y al final la mezcla me sabía a todo y a nada al mismo tiempo.

Agarró el aerosol y se puso a pintar como lo hacía siempre. Y sus dibujos fueron los de siempre: normales; pero para mí los mejores del mundo. La aprendí a querer cuando me senté a hablar de ella y me sorprendí descubriendo un personaje que nadie más veía, solo yo. Así aprendí a quererla, como el personaje que ella misma creó para mí. O a lo mejor los dos lo creamos y ya ese lazo había quedado amarrado. El viento sopló más duro y me sacudió. No debería seguir durmiendo con la ventana abierta. Sé que me hace daño, pero cuando escapó por ahí y me dijo que quien se va por la puerta es porque en el fondo quiere regresar, decidí que iba a dejar la ventana abierta todas las noches para que se contradijera sola, como siempre lo hizo. Le faltaba fuerza a su voz cuando su cabeza la engañaba en la mitad de la frase y sabía que no iba a ser capaz de sostener lo que decía y prometía.

Anoche el frío pegó más duro. Era como si su recuerdo hubiera venido de visita. Las dos cobijas que tenía sirvieron de poco y tuve que levantarme, pero cuando me sorprendí con la manija de la ventana en la mano me quedé quieto y me regañé con un sollozo que nadie más podría haber adivinado. Hoy el sol salió más temprano que todos los días y de color verde.


El aerosol se fue acabando y el dibujo estaba perfecto. A ella no le gustaba. Nunca le gustó lo que dibujaba. Para mí era única.


martes, 15 de julio de 2014

Junio

Me enamoré de su nombre, de cómo sonaba, de cómo se movía mi boca cuando lo decía. Me enamoré de su nombre y de la sensación que me daba cada vez que lo leía, cuando aparecía por ahí sin darme cuenta; cuando me sorprendía.

Demás que me gustaban otras cosas, pero su nombre era especial. Demás que me acostumbré a leerla cuando dormía, cuando me quedaba mirándola y la llamaba en mi cabeza sin querer despertarla. Y repetía su nombre como para que no se me olvidara. Alguna vez leí que si haces algo mil veces seguidas lo vuelves automático y si lo haces un millón lo vuelves genético. No sé dónde lo habré leído y si será cierto o no. A mí no me interesaba hacerlo un millón de veces. Tampoco mil. No era necesario. No quería que fuera automático, yo quería disfrutarla hasta en esos pequeños detalles de repetir su nombre y sentir cómo me daban cosquillas en la punta de los labios con el fonema de la m.

Me levanté un domingo temprano y salí caminar por las calles viejas de Sieterríos. La poca gente que estaba despierta después de la fiesta de aniversario de los Camacho seguía bailando al ritmo de una música que había dejado de sonar desde hacía más de tres horas, cuando el discjockey de la única emisora del pueblo se había quedado dormido de puro cansancio a pesar de haber recibido el pago adelantado y duplicado para que cumpliera la orden de no dejar de poner música hasta que el último habitante de la casa se quedara dormido. Ahora no se han dado cuenta que dejó de sonar hace más de tres horas. Están tan borrachos que siguen bailando cada uno un ritmo diferente, el que suena en sus cabezas, el que cada uno se inventa. Para ellos ya la música es vaina de otros tiempos, ahora lo que importa es lo que sienten.

Los Camacho llegaron a Sieterríos cuatro años y dos noches antes de que yo llegara. Bajaron sus maletas del carro y entraron a la casa. Entonces durmieron durante una semana entera, sin salir a la calle, sin ver a nadie, sin comer nada. Dicen que llegaron huyendo, pero jamás se les ha visto una sola lágrima. No extrañan nada. Cada año celebran un aniversario que nadie sabe por qué es, pero nadie tampoco pierde la oportunidad de comer y bailar hasta que el último habitante de la casa se quede dormido.


Caminé hasta el viejo molino, doblé a la derecha y seguí hasta que mis pies tocaron el mar. Me quité los zapatos y dejé hundir mis dedos en la arena, en parte para refrescarme y en parte para enterrar recuerdos. El mar ayuda a sanar. Caminé mucho porque Sieterríos solo tiene mar en Junio.

La recordé y dije su nombre. Me volví a enamorar.


lunes, 10 de marzo de 2014

Cartas

Hace rato no escribo. Debe ser la falta de adicciones. La falta de sueño. La falta de costumbre. La falta de ella. Hermano, uno se complementa con muchas cosas pero vaya a que le falten para que vea lo que es la soledad. Es una vaina muy hijueputa.


Cartas de 1800

domingo, 5 de enero de 2014

Juguemos


En este parque crecimos jugando. Antes del iPod, del iPad, de los mismos computadores. Éramos nuestro propio chat

Uno es una maraña de recuerdos guardados de mala gana. De vez en cuando la cabeza llega a cuartos a los que nadie había entrado en mucho tiempo y se encuentra con cajas que parecían olvidadas pero que tan pronto son limpiadas por encimita alborotan imágenes que se recordaban diferentes.

Juguemos entonces a recordar el parque en el que jugábamos. Juguemos a que recordás el pasamanos, los columpios, el rodadero –¿me creés si te digo que ya no existe?-, el camino en el que subíamos en bicicleta. Juguemos a que los niños que fuimos no crecieron y allá nos siguen esperando; subiendo por el camino que lleva a la malla que separa la urbanización de la calle, pero que para nosotros separaba nuestro mundo de lo que sucedía afuera.

¿Te acordás del carro de los helados que bajaba sonando una música que para nosotros era dulce? En ese carro probé mi primer sundae. Ningún helado me supo igual. Ninguna risa me hará reír tanto como cuando reíamos cuando éramos esos niños que jugaban a “la verdad o se atreve” y que siempre se atrevían con la única excusa de besar a la niña que les gustaba. Marcela era la mía. La besé muchas veces, yo a ella. Ella a mí no. Yo tan solo fui la obligación del juego. A ella le gustaban otros, más grandes. Henry, Pulido, Susaeta, Moreno, qué sé yo. Mejía no estaba en esa lista. A mí no me importaba. Besé a Marcela muchas veces y así aprendí que arriesgarse trae cosas buenas.

¿Te acordás de “Pañuelito”, “Rin rin corre corre”, “Chucha americana”, “Ponchao”? Recordás a Juan Manuel, a Moreno, a Henry, a Pulido, a Silvana, a Juan José. ¿Te acordás de vos?

Juguemos a que recordamos, así el parque haya cambiado. Así ahora sea un montón de maleza crecida en la complicidad del descuido y la desatención. Juguemos a que recordás conmigo la vez que me abrí la cabeza cuando la bicicleta me cayó encima. A la vez que por patear un balón desde el columpio se nos fue a la calle y tuvimos que salir corriendo loma abajo hasta alcanzarlo. Juguemos a que los vecinos vinieron y se fueron. Que crecimos y nunca nos preguntaron si queríamos que así fuera. Juguemos a pedir perdón por las veces que te dije lo que no quería, por hacerte una broma de mal gusto, un comentario inapropiado, por haberte ofendido. Juguemos a que vos me perdonás porque, como yo, nunca quisiste crecer.

Juguemos. Al fin de cuentas, somos una maraña de recuerdos guardados de mala gana.