De todos los billetes, el que más me gustaba era el de 200
pesos. No recuerdo si era el más grande o si había uno de 500 pesos, pero sí
recuerdo que su color verde era el más llamativo para mí. El de 100 pesos era
bonito, con tonos naranja y amarillo. El de 50 pesos era morado, o así lo tengo
archivado en la memoria. El de 20 pesos lo recuerdo muy poco. Pero el de 200,
el verde, era mi favorito. Me gustaba su olor a billete y su rigidez de papel
moneda nuevo. Mi abuelo los guardaba en separadores de madera y nosotros
entrábamos a su oficina y los cogíamos como si nos pertenecieran. Cuando digo
nosotros me refiero a mi hermana, mi hermano y yo.
Tendríamos unos 8, 5 y 3 años (yo en el medio) y mi abuelo
nos alcahueteaba el desorden que le armábamos. Al final, a la hora de irnos,
nos regalaba de a billete para cada uno –por lo general de 20 o de 50 pesos,
que él mismo reponía de su bolsillo- y salíamos de su oficina en el centro, en
la sede de “Inversiones ganaderas” -en la que manejaba la contabilidad o era el
gerente, no recuerdo bien-.
Los abuelos no trabajan. Ellos van a jugar a ser adultos
hasta que sus nietos llegan a visitarlos, entonces recuperan algo de lo que
fueron hace muchos años y por un momento se olvidan que entre ellos y sus
nietos hubo hijos que crecieron, molestaron, salieron en primeras citas, se
enamoraron, se casaron, se fueron de la casa y trajeron otros hijos. Entonces
vuelven a ser hijos, pero con más años, menos pelo y más alcahuetas.
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Mi amor por el maní no tiene fecha ni primer recuerdo. Desde
que tengo uso de razón me han gustado
los frutos secos. Un paquete de maní es un placer que cae bien a cualquier hora.
Y hablo del maní, así, simple, a secas. No de las miles y un mezclas que
existen hoy en día: con nueces, con almendras, con dulce, con arándanos, con
pistacho, etc. Esas nueces elegantes llegaron muy tarde a mi paladar. Mi amor
por el maní nace desde el amor simple.
Pero como todo amor, tiene sus momentos amargos. Muy
amargos.
Con mi abuelo era muy normal salir de viaje, sin importar a
dónde. Cualquier sábado por la mañana nos levantaba y nos decía que teníamos
que ir con él. La verdad, no era problema, porque sabíamos que fuese lo que
fuese, el viaje incluiría carretera. Mi asociación abuelo-carretera es tan
normal como natilla-buñuelo.
Apenas teníamos tiempo de arreglarnos y salíamos de viaje
hacia cualquier lugar, más que todo en el suroeste, de donde era él: jericoano
como ninguno. Si pienso en la definición de antioqueño (y no estoy exagerando)
siempre la primera imagen que me viene a la cabeza es la de mi abuelo: un tipo
alto, gordo. De camisa bien planchada, poncho al hombro, sombrero y carriel de piel de nutria.
Subíamos a una camioneta Toyota Land Cruiser de las viejas.
Roja con techo blanco. Adelante iba mi abuelo manejando, por lo general
acompañado de algún amigo y atrás nosotros sentados en unas sillas que
fácilmente rompían cualquier protocolo de seguridad. Con unas ventanas que
apenas se podían abrir y una incomodidad que la infancia no registra con rencor
aunque pasen los años.
Si los viajes eran al suroeste habían varias paradas
obligadas: arepas de chócolo hechas en molde por los lados de la variante de
Caldas. Luego los dulces en cualquier lugar que se atravesaran y más adelante
parábamos en algún estadero a tomar Uva Lux con arepas redondas con
mantequilla. Luego seguíamos derecho hasta donde fuera el destino del viaje. Y
fue justo en uno de estos paseos con el abuelo cuando tuve mi amarga
experiencia.
Recuerdo que llegamos a una finca. En algún lugar. En alguna
parte. No recuerdo muy bien. Recuerdo, eso sí, que tan pronto llegamos mi
abuelo se fue a hablar con el amigo con el que había hablado toda la carretera
y nos dijo “tengan cuidado”. Mi abuelo era un tipo de pocas palabras. A veces
menos que las justas. Si pudiera juntar todas las veces que lo escuché hablar,
no alcanzaría para hacer media hora continua de diálogos sueltos.
Yo hice caso a sus palabras e interpreté “vayan por ahí y
ahorita nos vemos”, así que me dirigí a conocer el lugar. Si cierro los ojos
recuerdo un camino de rieles por el que me fui caminando en medio de árboles y
pasto bastante montado. Al fondo se oían una quebrada un tanto crecida y más al
fondo un barullo de personas, probablemente los trabajadores de la finca. Si
digo que sentía tranquilidad, no miento; y fue mucho más fuerte cuando me
descubrí ante lo que para mí era el paraíso: un campo lleno de maní, solo para
mí.
Cuando digo campo puedo estar exagerando, pero la emoción
mezclada con la imaginación infantil me llevan a pensar en eso. Realmente era
mucho maní expuesto sobre unas lonas. Nadie a la vista. Todo para mí. Como buen
niño glotón corrí a comer lo que más pudiera, así que de entrada tomé un primer
manotazo –lo que pudiera agarrar con la mano- y me lo mandé a la boca.
Mi abuelo era un buen negociante –virtud que heredó a la
perfección mi mamá y 2 de los 3 hijos de ésta: mis hermanos-, pero así de buen
negociante también lo era con su corazón. Cuentan mis tíos que fue dueño de
muchas propiedades en Jericó (hoteles, apartamentos, edificios, etc.) pero al
primer asomo de caridad con alguien necesitado no dudaba en desprenderse de lo
que fuera para ayudar a quien pudiera.
En su recorrido por las aventuras de los negocios manejó
hoteles, bancos, crió animales y se interesó en el prometedor negocio del café.
En el suroeste buscó sin éxito hacerse a alguna finca para sembrar los pequeños
arbustos del grano con el que se prepara la bebida insigne colombiana. Frutos
que se recogen maduros, se llevan al cebadero. Se lavan, se pelan, se dividen
en dos y se ponen a secar al sol. Para que sepan y huelan a café necesitarán
ser tostados; antes de eso son solo simples frutos muy amargos que divididos en dos tienen
forma de maní.
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En la casa de mi abuelita siempre se comía bien. Uno de mis
mayores placeres era entrar a la cocina y abrir la nevera a ver qué me
encontraba. Eran otros tiempos y otras recetas. Personalmente mis favoritos eran
el ají que ella preparaba, las arepas que hacía con su máquina de moler y el
dulce de vitoria, una especie de calabaza que conocí en su estado natural en
una finca en un pueblo a una hora de Medellín llamado La Unión. Mi abuela
cocinaba la vitoria con panela y azúcar durante una hora y luego esperaba a que
se fuera secando. Cuando se enfriaba se servía en una taza grande y se le
agregaba leche, nada más. A ratos siento lástima por aquellos que no saben lo
que son estos postres; que no han comido mazamorra, mielmesabes, cortado de
leche y el mismo dulce de vitoria.
A pesar de todo eso, si había un momento en el que era
totalmente feliz, era cuando mi abuelo regresaba del trabajo y traía una caja
amarilla con franjas rojas: era pollo frito Frisby.
Mucho antes de volverse un pollo frito famoso, antes de su
pegajosa canción y su inolvidable eslogan, el pollo Frisby era un placer que
disfrutábamos en la casa sin razón aparente. Muchos años después supe que
existía una tradición bizarra en Antioquia y era que cuando los papás habían
estado bebiendo llegaban con un pollo a la casa para contentar a sus esposas. No
puedo asegurar que mi abuelo lo hubiera hecho o que simplemente lo llevara
porque siempre fue un tipo de manos amplias y sueltas al que le gustaba regalar
lo que pudiera, así muchos se aprovecharan de ello –incluidos sus nietos-.
Me cuenta mi mamá que este domingo, dos días antes de que
muriera, se sentaron a conversar en mi finca y el abuelo preguntó:
-
¿Qué día es?
-
30 de noviembre
-
Ve, no me han pagado la pensión
Efectivamente la pensión se la habían pagado, pero como
siempre sucedió con él, ya se la había gastado; no en él, sino en las personas
que pasaban por la puerta de su casa y le pedían que les ayudara con alguna
cosa.
Su bolsillo era un flujo constante. Sus hijos y sus nietos
se lo llenábamos para que no se sintiera pobre y él lo iba entregando a quienes
le pedían.
Alguna vez mi hermano lo acompañó a reclamar su pensión al
centro y, cuenta mi hermano con su maravilloso sentido del humor (que yo nunca
alcanzaré a tener), que tan pronto lo veían llegar a la ventanilla corrían
hacia él montones de personas a supuestamente ayudarlo, pero cuál ayuda si lo
que hacían todos esos vivos era quitarle en inmerecidas propinas y falsas
ayudas lo que el viejo recibía mensualmente por su trabajo de toda la vida.
Puede que no hayamos sido ricos, o que lo fuimos y no nos
dimos cuenta, o que lo fuimos y nos dimos cuenta pero también vimos cómo esas
épocas boyantes se fueron yendo en manos de personas que buscaban al abuelo.
Afortunadamente yo era muy niño para entonces, lo suficiente
para no saber que el pollo asado o frito era un manjar de familias pudientes
(faltaba mucho para que dejara de serlo y perdiera su estatus) y me ponía feliz
cada que mi abuelo llegaba a la casa con una caja de Frisby, porque “nadie lo
hace como Frisby lo hace”.
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El abuelo envejeció sin darme cuenta. De un momento a otro
ya no iba a trabajar. Ya no había paseos en camionetas al suroeste, ya no
había pollo en la casa. Éramos nosotros los que íbamos a recogerlo y se sentaba
en el puesto del pasajero a mirar el paisaje. Rara vez hablaba, rara vez reía. Solo
hacía esto último con mi hermano y sus geniales apuntes o con mi tío Jorge, hermano
de mi papá y que adoró a mi abuelo como si hubiera sido su propio padre. Ayer se
reencontraron allá, en algún lado donde no hace frío, y seguro Jota les volvió
a contar a mi abuelo y a Yui alguno de sus chistes y ellos se abrazaron y
rieron. Quiero creer eso, por muy cursi que suene.
El abuelo envejeció, pero no se hizo más débil. Quizás un
poco más astuto y un poco más aprovechado de su condición de hombre mayor, de
patriarca. Hasta su agudo sentido para los negocios se encendió con la edad y
con un poco de inocencia, como aquella vez que compró un revólver para luego
venderlo más caro. Para él el concepto de “porte ilegal de armas” era algo que
no podía tocarlo y hasta podría sonar un poco divertido. Sus tiempos eran otros
y los años que a todos nos llegaron a él solo lo atacaron en lo físico. En el
fondo era un niño inocente que creía en la gente.
Una tarde que llegué a visitar a mi abuela la vi cosiendo
como siempre sentada junto a la ventana y allí, en el marco de la misma, 6
balas secándose al sol y un revólver a su lado. Una viejita de casi 80 años en
esas. Cuidado te roban el hilo, le dije por molestar y ella me respondió que
José –mi abuelo- le había dicho que había que secar las balas al sol para que
no se dañaran. No sé de dónde habría sacado esa historia.
Mi abuelo envejeció ante mis ojos y solo me di cuenta cuando
ya era viejo
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Quizás fui más apegado a mi abuelita. De pronto ella era más
cariñosa conmigo. De pronto para reponer el cariño que el abuelo nunca me
compartió para mí solo, como si lo hizo con mis hermanos.
Tengo un triste recuerdo que aparece siempre que pienso en
el abuelo. Es el único lunar entre tantas cosas buenas, pero como no hemos
perdido ese vicio estúpido de ver lo malo mil veces más grande, vuelve y
aparece y a veces se come el resto de la luz. Fue un solo detalle pero a veces
pareciera pesar más que todo. No fue la gran cosa, pero tampoco la quiero
contar. Quiero creer que en los últimos años hicimos las paces y nos perdonamos
los dos. Nos perdonamos algo que el otro a lo mejor nunca hizo pero nosotros
creímos que sí. A veces la mente engaña tan fuerte que inventamos cosas y las
volvemos nuestras verdades. Yo perdoné al abuelo por lo que creo que él hizo. Espero
que él me haya perdonado por lo que sea que él haya creído que yo hice.
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Cuando me senté a escribir este texto creí que no pasaría de
una hoja, máximo dos, y acá estoy evitando contar más y más historias. Cada vez aparece un
recuerdo nuevo y con él colores, sabores y olores. Todos positivos. Todos hermosos.
Me descubro queriendo a un abuelo que en algún momento sentí
lejano, pero nunca distante. Me descubro sorprendiéndome con el cuadro que
mandó a pintar en el que estamos mis hermanos, él y yo abrazados. Un cuadro que
aún sigue en la casa, en algún lado. Que a pesar de los 8 nietos que llegaron
mucho tiempo después de mi hermano menor, ahí se quedó, como un trofeo a una
época diferente, cuando el abuelo era más joven, menos viejo.
Recuerdo los viajes a San Rafael, un par de viajes a Santa
Marta, las idas a la finca. Recuerdo su botella de Johnnie Walker sello negro cada
día del padre. Recuerdo sus enormes manos que se movían tan lento y tan suave
que demostraban que era él todo un contraste. Que cuando le entregaba un
billete de 20 mil pesos apenas se movían y se sacudían suave mientras me decía “gracias,
mijo” y volvía entonces a concentrarse en el televisor, así no viera nada.
Mi abuelo era un roble. Hasta el último día estuvo
consciente y con muy buena salud. Muy pocas veces lo vi enfermo y nunca, ni
siquiera la vez que le dispararon en el brazo los tipos que entraron a robar a
la casa, lo vi quejarse por algo.
Para celebrar los 60 años de matrimonio con mi abuela, en
2009, volvimos con ellos a Jericó y celebramos una misa en la misma capilla en
la que se casaron. Al terminar las palabras del sacerdote fue mi abuelo quien
lloró. No ella.
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Acá estoy, convencido de que serían solo 2 hojas…
Hermoso Alejo... no tengo más palabras.. simplemente hermoso!
ResponderEliminarAlejo, Gracias muchas GRACIAS, no quería parar de leer, aunque la historia es muy personal, me conecte con mi viejo querido y me hizo recordar historias con ese viejo cascarrabias.
ResponderEliminarQue buen homenaje a Don JOSE.
GRACIAS!!!