sábado, 21 de diciembre de 2013

Sieterríos

A Sieterríos se llegaba buscando el olvido, un camino de tierra amarilla y seca que había sido la ruta por la que los primeros viajeros salieron del pueblo en busca de mejores días, por allá cuando los abriles duraban apenas nueve jornadas.

Me voy, dijo la llama
El último paso que dio me olió a cerveza al clima y trasnochada, como esos cunchos que quedan en la madrugada del primero de enero. Me quedé quieto y miré para el piso como queriendo encontrarla en medio del polvo que había levantado cuando puso el pie en la tierra. Carajo, acá todo huele a guardado, me dijo sin dejar de girar el pie como si fuera una niña chiquita que acaba de descubrir el más inocente de los juegos. Luego escupió al piso y tapó el gargajo con una patada de tierra que le llenó de polvo la bota derecha del pantalón. A este pueblo uno solo debería volver para morirse y ni por eso vale la pena el viaje. Apretó los dientes como cuando quería llorar y las lágrimas no le salían, entonces las buscaba en algún lugar de los recuerdos. Allá donde huele a canela, me decía.

Su primer recuerdo, me contó algún día, era de cuando tenía cinco años. Así cierre los ojos con fuerza se queda la mente en azul y no veo nada más. El azul del que me hablaba era frío como la nostalgia de sus palabras. Sonreía muy pocas veces y cuando lo hacía tenía tanta fuerza que los vecinos subían tan solo para mirarla. Nadie en Sieterríos había oído una risa tan hermosa, ni siquiera cuando vino la caravana de alegres viajeros que habían perdido la ruta y decidieron quedarse por una noche que se volvió eterna. Todo el que llega a Sieterríos se quedaba amarrado como si supiera que su destino, tarde o temprano, terminaría por generar un vínculo con esa tierra que era tan seca y fértil como el vientre de la misma madre naturaleza.

Me levanté llorando y llamándola en silencio. Las palabras nunca salieron y el ambiente olía a albahaca fresca y recién cortada. Así huele el llanto cuando el sueño es por amor, me decía mientras me consolaba los sollozos de niño indefenso. Soñé con vos, con que te ibas caminando vestida de blanco por el olvido. Soñé con tu espalda y con tus manos que permanecían inmóviles así el cuerpo se moviera corriendo. Tenés miedo de perderme, me dijo. Decime algo que sea nuevo, le respondí. Claro que tengo miedo de que te vayás, no ves que me acostumbrás de a poco a olerte en las mañanas cuando ninguno de los dos ha dado la primera bocanada de aire fresco.

Cada noche Sieterríos cambiaba de colores y el aire se enrarecía. Los albañiles que alguna vez quisieron edificar la catedral central fueron los primeros en notarlo y se lo hicieron saber al resto del pueblo, pero al principio nadie les hizo caso. No fue hasta que murió Nicanor Beracasa, el más joven del grupo, que la gente creyó en sus palabras. Nicanor fue encontrado la mañana del siete de enero hace veinte años. Estaba de pie y con los ojos abiertos en una expresión que tenía más de melancolía que de espanto. Quienes trabajaron con él esa tarde dicen que estuvo hablando de la vida que nunca había vivido. Que soñaba con praderas amarillas en invierno, llenas de nardos recién paridos que dejaban en el aire un aroma a torta de zanahoria recién horneada. En Sieterríos el invierno y el frío eran rojos, por eso todos creyeron que sus sueños estaban avanzados. Nadie lo creyó loco, no porque no lo estuviera, sino porque Sieterríos era tan normal que cualquier comentario salido del convencionalismo era tomado como premonitorio.

Cuando tomé el aire necesario la miré, su expresión se me hizo conocida. Te parecés a mi mamá cuando sonreís desnuda. Se arqueó en la cama y se miró entre las piernas. Las que perdemos somos nosotras que nos meten vergas chiquitas y parimos niños enormes. Se echó a reír y subieron los vecinos. Huele a canela cuando me hacés el amor, me dijo. Se paró y se fue a la cocina a servirse un trago de ron que había quedado de alguna fiesta, de alguna vez, de alguna historia.

Tomó un trago largo. Lo pasó con agua de la llave y sacudió la cabeza con ganas. Me entró en reversa, dijo. A los cinco años fui feliz por primera y última vez. Cerró los ojos con fuerza y caminó hacia la ventana.


Asomate, mirá esto. Está lloviendo amarillo. Viene el invierno.

sábado, 21 de septiembre de 2013

Temprano

Con los ojos cerrados, así, con fuerza, porque sabía que si los abría se iba a ir el recuerdo; porque con los ojos cerrados las imágenes son más claras, al menos las que estaba inventando porque no sabía muy bien si la había conocido despierto o dormido. Me dijo que me quería, pero eso fue porque no sabía qué más decir. Así funciona el amor cuando no es amor lo que se siente, sino lástima.

Dejó dos calzones, una camiseta y su aroma de jueves trasnochado. Se llevó todo, empacado de mala gana en una maleta que fue mía y que nunca se llenó porque nunca nada tuve, al menos nada que quisiera conservar, como ella, que lo tenía todo y no se daba cuenta. Tenía el mundo a sus pies y no sabría qué hacer con él cuando lo viera pidiendo un poco de atención.

Amor prehistórico. Foto tomada en Villa de Leyva, Boyacá. Julio de 2013

Agosto oscureció temprano. Nadie notó que el sol salía por la izquierda. Nadie lo notó porque en Sieterríos hace mucho rato la rutina era tan cíclica que la gente vivía por inercia, porque no eran responsables de sus latidos ni de sus respiraciones. Solo Agustín Ferrara supo cómo controlar estos movimientos y eso le bastó para no volver a dormir nunca más en su vida. Se concentraba tanto que el corazón le respondía a la perfección cuando le ordenaba que latiera más rápido o más despacio. La muerte lo sorprendió en una siesta de mala gana. Su mujer lo despertó a los gritos porque había notado que el agua estaba saliendo hacia arriba y del susto Agustín olvidó cómo era que se respiraba. Cayó al suelo tan fuerte que ni los treinta y dos hombres traídos de poblaciones vecinas para levantarlo -porque nadie en Sieterríos se animó- pudieron hacerlo. Quedó enterrado de mala gana, como los muertos que se mueren a destiempo, aquellos a los que Dios castiga por contrariar sus reglas; “que es cuando yo diga, no cuando ustedes quieran, ¡carajo!”. Los domingos su mujer le barre las orejas para que no se le llenen de los mismos caracoles que le aparecieron la noche del treinta y uno de diciembre ya hace dos años. Ya se habían comido una parte de la sien, pero el cadáver estaba tan duro que ni le hicieron mella los mordiscos de los moluscos. Cada domingo lo busca a las once de la mañana, cuando el sol comienza a aparecer por la izquierda y le limpia las orejas con paciencia, como si se culpara por su muerte, por haberlo despertado tan alebrestada, tan efusiva aquella tarde de agosto cuando oscureció temprano.

La vi salir por la ventana. “Cuando uno escapa por la puerta es porque en el fondo quiere regresar” me dijo un día borracha. Yo me reí y a ella le dio rabia.

Había llegado a Sieterríos uno de los dos marzos que hubo hace cuatro años. Llegó con una maleta vacía, el pelo cogido como en las películas de Audrey Tautou de cuando no era nadie y con la misma falda con la que se levantó esa mañana en la que nadie le pidió que lo hiciera, pero ella lo hizo porque siempre hacía lo que de daba la gana, así no tuviera ganas de hacerlo.
Me robaron anoche, dijo sin dejar de mirar el piso. Me robaron el aire que tenía guardado para cuando me sorprendiera, siguió. Luego se sentó en la única silla que quedaba vacía en el bar de don Joaquín. Se sentó tan duro que todos en Sieterríos supieron que había llegado alguien para quedarse toda la vida, al menos para siempre. Pidió una cerveza caliente y un cigarrillo que se fumó hasta cuando los dedos comenzaban a tiznarse. Él paga, le dijo a don Joaquín mientras me señalaba con los ojos, como si supiera desde que se sentó que yo ya había decidido darle mi vida entera si me lo hubiera pedido.

Seguile buscando formas a las nubes, maricón. Me dijo a la mañana siguiente. Yo estaba parado en la ventana mirando para el cielo como si quisiera encontrar arriba la respuesta a la pregunta que no había hecho. Me volteé a mirarla pero ya me había dado la espalda, igual que la noche anterior cuando terminamos de hacer el amor y me dijo que tenía sueño. No sé por qué pero nunca había necesitado tanto un abrazo como en ese momento, pensé. A mí no me queda ninguno, dejate de maricadas. Dijo y se echó a dormir, dándome la espalda. La oí riéndose y a mí me dio rabia.

Se me pegaron sus costumbres. Bañarme a la media noche para que el cuerpo conserve el último aroma del día, vender al primero que los pida los recuerdos que comienzan a olvidarse y desayunar solo mirando hacia la ventana y comer un bocado cada vez que un pájaro cruce volando. Lo que nunca pude heredar fue el gusto por fumar hasta que el cigarrillo comenzara a manchar los dedos de amarillo. Me quemo, le decía siempre que me pedía que fumara un poco más. Es que vos todavía tenés el alma muy pura, por eso te duelen los dedos, porque son los primeros que sienten. Yo miraba sus dedos pero no entendía lo que me quería decir. A veces los enrollaba y guardaba entre las manos como atesorando algo, como si no quisiera que se le escapara el alma. Me duele la memoria, me decía y comenzaba a oler a canela.

Las calles de Sieterríos nunca estuvieron tan llenas como esa tarde en la que el pueblo se volcó a ver el desfile de caracoles que se arrastraban en perfecta fila, cada uno guardando su puesto, rumbo al solar de Agustín Ferrara. Nadie había notado que agosto había oscurecido más temprano.





jueves, 11 de julio de 2013

Olvido

No le gastó mucho tiempo al olvido porque aprendió que los recuerdos se pegan más fácil y duran más tiempo. Afortunados los que olvidan. Demás que también se quejarán algún día.

"Ya no vive nadie en ella. Y a la orilla del camino, silenciosa está la casa". Las acacias

Me gustaba salir temprano para que no viera que la olvidaba los lunes por las mañanas. Sabía que era suyo y por eso aprovechaba cada momento para recordarme lo miserable que era cuando me pedía que no la dejara sola, abandonada. Como si se le acabaran los deseos en la uva once. Qué hace uno en ese momento? Qué pide? De quién se acuerda? Doce uvas, una con cada campanada y un deseo con cada uva. Solo hay un segundo entre cada una para pedir un deseo y al llegar a la once se acababan. Será que apelo a la generosidad y se lo regalo a alguien que creo que lo pueda necesitar? Mi mamá y sus deudas; mi hermana y su necesidad de esposo, porque llegó a los treinta y dos y nada que aparece pretendiente y jodido eso porque la criamos para que se casara antes de los treinta, para que no hablen de ella las vecinas que se cargan de odio al ver que sus vidas son miserables de la puerta de la calle para adentro, pero creen que nadie sabe y qué va! Si eso es un secreto a voces de chisme que lleva años corriendo, porque todos han visto a éste y a aquel cuando llegan con la camisa desabotonada y un pollo asado en la mano, porque así aprendieron los abuelos a pedir perdón cuando la cagaban: llevando un pollo asado a la casa. Mija, la cagué, acá está el pollo. Y ellas perdonan con los dientes mordiendo los labios hasta sacar la sangre que pone la boca salada y creen que así se olvida.

Qué va! Olvidar no es fácil y hay gente que puede, allá ellos.



sábado, 1 de junio de 2013

Guane. Crónica de viaje #3


Guane. Santander, Colombia. Abril de 2013

Jorge se adelanta unos pasos, se le nota un poco el afán. Alcanza al resto de compañeros y ninguno parece notar que me he quedado rezagado. Ellos están volviendo a casa, de donde salieron apenas unas pocas horas antes, mientras que yo estoy llegando al lugar que llevo imaginando por más de un año desde que mi novia me recomendó conocerlo.

No llego libre de ideas, le he prestado mucha atención a todo lo que me recomiendan y gracias a cada una de esas invitaciones comienzo a imaginar cómo será el pueblo que estoy a punto de conocer. Igual, no quiero dejar volar la imaginación más de lo necesario; no quiero otra desventura como la que tuve cuando tenía nueve años y un compañero del colegió llegó después de unas vacaciones diciendo que había estado en "El Rodadero" de Santa Marta. A los nueve años la imaginación de un niño es ilógica, por no decir maravillosa, así que junté los factores conocidos -playa y mar- con un ingrediente nuevo -un rodadero- y el resultado fue un enorme deslizadero que iba desde la cima de una montaña hasta el cálido mar.

Como mis conocimientos en entretenimiento acuático se limitaban al paseo anual que el Colegio Calasanz nos programaba al Comfama de Girardota y en el que había toda clase de actividades que mojaran, incluyendo unos maravillosos toboganes, la idea de uno gigante que me llevara desde la Sierra Nevada hasta el mar no era, a mi juicio, nada absurda.

(Nota al margen: Comfama es una caja de compensación familiar muy apetecida en Medellín y su área metropolitana que cuenta con parques temáticos en Girardota, La Estrella y Rionegro. Los más famosos son el primero, conocido como "Las ballenas" por unas piscinas infantiles engalanadas con sendas esculturas que llevan la forma de estos cetáceos -y en las que todos los niños que entran, TODOS, sienten la incontrolable necesidad de orinar adentro- y el último, el de Rionegro, en el que se construyó la réplica de un pueblo antioqueño que fue llamado "Tutucán", de donde salió el reconocido y gran amigo Suso, el paspi)

Cuando en diciembre de 1989 mi tío William nos dijo que íbamos de paseo para Santa Marta todas las ilusiones comenzaron a florecer. El día antes del viaje no dormí y las diecisiete horas de viaje me dejaron exhausto, lo cual no impidió, apenas llegamos, pedirle a mi mamá que me llevara hasta el famoso tobogán de mis fantasías. Eran las siete de la noche y ella, agotada por el viaje, sacó cualquier excusa para hacerme dormir.

Ya imaginarán ustedes la desilusión que sentí la mañana siguiente cuando llegamos a la playa y comprobé que no existía ningún deslizadero gigante. El mito de "El Rodadero" había quedado por el suelo. Años después escuché Slam Dance, una canción de una banda paisa llamada Bajotierra y que cuenta la historia de un amigo de ellos que se suicidó en El Rodadero, y recordé esa sensación de desilusión que tuve. Hasta Bolívar, que murió en Santa Marta, lo hizo con algo de nostalgia.

No quiero otro golpe a la imaginación como aquel, así que esta vez, por más anécdotas y recomendaciones que haya escuchado sobre Guane, prefiero llegar un poco virgen y dejar que la historia, mi historia, se construya sola.

Me tomo una pausa y veo cómo los que hasta hace unos minutos eran mis compañeros de viaje, aquellos que se aparecieron como ángeles en la mitad de un camino que se me hacía eterno, ahora vuelven a interpretar su verdadero papel: el de habitantes de un pueblo al que, si nunca vas, no creerías que existe.



El combo número uno de los viajeros. 

Santander fue el mayor asentamiento de la tribu indígena de Los Guanes y de allí el nombre del pueblo -se dice a manera de especulación que hasta este lugar llegaron los últimos miembros de dicha tribu huyendo de los españoles-. Los Guanes eran habilidosos artesanos y agricultores que sembraban algodón, maíz y piña y que desarrollaron la técnica de conservación de pescado al secarlo con sal. Hacia la segunda mitad del siglo XVI fueron derrotados por españoles y obligados a trabajar como esclavos. La tribu se extinguió finalmente debido, entre otras cosas, a enfermedades heredadas de los invasores del viejo mundo.

Son las doce y media del día y el calor se apaciguó un poco gracias a las cervezas que compartí unos minutos antes con mis compañeros de caminata; quizás por eso no tengo tanto afán como ellos, a quienes se les ve la prisa por llegar rápido a sus casas. Los alcanzo mientras el grupo se separa y cuando voy a despedirme y seguir mi camino, los que se han quedado conmigo me detienen y me piden que me tome una nueva cerveza con ellos. No sé qué habrá sido, a lo mejor la tranquilidad de saberse dueños del lugar, pero el cambio de actitud es radical. Los que antes no me dirigían la palabra mientras caminábamos, ahora brindan conmigo y me dan pequeños golpes en el hombro, que interpreto como leves intentos por abrazarme; incluso uno de ellos me invita a almorzar a su casa pero yo, con lo quisquilloso que soy para la comida, prefiero evitar un momento incómodo y me salvo con la disculpa que la señora en donde me estoy quedando en Barichara me invitó a almorzar. Si ellos me creyeron la excusa puedo trabajar en el Congreso.

Libardo y Dino. Todo héroe merece una Pilsen y un balde lleno de hormigas culonas
La señora de la tienda me pregunta de dónde soy. Le respondo que de Medellín. Parece no importarle, pero al ver mi cámara resume en una frase el pensamiento real de la gente que sabe lo que tiene. Me recomienda tomarle una foto a un árbol del que ni ella misma, ni nadie de los que estamos presentes, sabe a qué familia pertenece. Solo resume el motivo de la fotografía diciendo "acá todo el que viene le toma una foto a ese árbol". Todos la apoyan en su cometido. Para ellos ese árbol es sinónimo de orgullo, es como su disneylandia. Creen que el pueblo no tiene mucho para ofrecer, y como saben que no son un destino turístico obligado, cualquier elemento que se salga de su cotidianidad es motivo para sacar pecho.

El árbol florecido. La postal que recibe a todo visitante


Guane es el pueblo que se quedó viviendo eternamente como si fuera primero de enero a las diez de la mañana. Es la una de la tarde y en su plaza principal no sucede nada. Nadie camina, excepto una pareja de turistas que, al igual que yo, admiran la quietud de un pueblo que se duerme todos los días a las siete de la noche porque no tienen discotecas, bares, ni nada que les regale vida nocturna. Sus siete cuadras a la redonda solo denotan tranquilidad y confianza; la mayoría de las puertas están abiertas y desde la entrada de cada una se alcanzan a ver los jardines que demuestran que las casas se parecen un poco a las personas. Imagino la riqueza interior de cada una y recuerdo esa famosa escena de "La estrategia del caracol" en la que el dueño del lugar quiere tener la fachada muy bien arreglada y hermosa sin importale que adentro todo sea un mierdero. Así somos en el fondo, pura fachada.


Una de tantas casa con sus puertas abiertas. Adentro el jardín mágico

Calle. Cuenta la leyenda que algunos han llegado a ver personas en ellas

Libardo me cuenta con orgullo que en Guane ni siquiera tienen puesto de salud. Cuando necesitan tratar una enfermedad viajan hasta Barichara. En un comentario inteligente agrega: "es que el que se enferma acá se va derechito para el cementerio". Todos ríen. Él sabe lo que quiso decir y yo lo entiendo: la tranquilidad en Guane es absoluta, quien ha de morir sabe que tuvo una vida plena.

Aprovecho y camino hasta el cementerio. Siempre le he tenido respeto a todos los lugares que tienen que ver con la muerte, pero algo me dice que este debe estar lleno de muertos felices y así es. De entrada pareciera que hasta los muertos están relajados. La vista que tienen para la eternidad, al menos por estos años que llevan acostados, es perfecta; el cañón del Río Suárez se ve al fondo y pienso que hay algo de meditabundo en que este cementerio haya sido construido justo en este lugar.

Cementerio. Al fondo el cañón del Río Suárez

No es mucho lo que hay que recorrer en Guane, realmente es un pueblo pequeño. En su plaza principal, como en toda plaza principal colombiana, la iglesia es la reina y señora. Qué irónico que una iglesia de construcción tan bonita esté justo en el parque que fuera el último rincón que habitaron indígenas a los que se  les quiso imponer a la fuerza unas creencias que no eran las suyas. Con mano dura y a sangre se les enseñaron diez mandamientos que debían ser bases sólidas para una vida santa. Diez mandamientos enseñados por unos que, curiosamente, no cumplían ni el quinto ni el séptimo.

Una perra hace una siesta bajo el sol del medio día. Ni siquiera los perros se estresan acá

Parque central. 1:00 pm (increíble, ¿cierto??

Vista frontal de la iglesia. La gente que se ve son turistas

Caminando por el parque llego hasta el museo, quizás el único lugar lúdico de todo el pueblo, pero para mi desconsuelo está cerrado por hora de almuerzo. El letrero en la puerta dice que abrirán nuevamente a la una de la tarde, pero son casi las dos y sigue cerrado. Continúo caminando y al cruzar frente a una tienda me encuentro con otra parte del grupo de los caminantes, de los que se fueron primero. Acá son solo dos. También me invitan a sentarme con ellos y me ofrecen, cómo no, otra cerveza. La pido Ligth porque siento que me estoy empezando a prender. Ellos ya lo están, así que la conversación se limita a chistes malos y a esquivar las esquirlas de saliva que salen de sus bocas cada vez que dicen palabras con la p.

Me parece particular que su estado de alicoramiento sea tan calmado y tan inocente. No sé si es que me leen el pensamiento pero uno de ellos me cuenta que Guane ni siquiera tiene policías. Se jactan de ser un lugar tan tranquilo que las diferencias, cuando las hay, se solucionan con alegatos y argumentos, pero que muy rara vez, insisten, hay peleas.

De pronto uno de ellos recapacita en lo que acaba de decir y se contradice, "no es verdad, acá sí tenemos un policía, véalo". Levanto la cabeza y busco al personaje en cuestión siguiendo la dirección que me señala con su dedo estirado, pero por más que quiera no puedo ver nada a pesar de estar mirando hacia un parque desolado. Ahí está, me insiste el tipo, pero no logro ver nada. Busco entre las casas a ver si de pronto se asoma un escudo de la Policía Nacional o si de pronto lo veo conversando con alguna mujer bajo el alero de una casa, pero es imposible. Me doy por perdido y le digo, convencido de que es una broma, que el policía es invisible. El tipo se ríe y me explica lo que no pude ver: el único policía de Guane es un policía de civil, un voluntario. Realmente ni siquiera aparece en los libros de miembros activos de la fuerza pública nacional. El único encargado de vigilar por la seguridad, quién más, es el bobo del pueblo.

El bobo del pueblo es el único policía de Guane

El único policía de Guane fiel a su papel de policía: perdiendo el tiempo
Son cerca de las dos de la tarde y el bus que me llevará a Barichara acaba de llegar. El conductor me dice que se demora veinte minutos para salir, así que decido visitar la iglesia y el altar de Santa Lucía, la patrona de los enfermos de la vista y del pueblo. Solo estamos dos personas frente a la santa. La otra persona que no soy yo es una señora de muchos años que camina llevando velas encendidas de un lado para otro. Sufre de cojera por lo que camina apoyada en dos bastones. Debe ser su penitencia. Se ve que su vista es buena.

Interior de la iglesia de Santa Lucía


Uno de los compañeros de caminata se dirige a su casa. No a la suya, a la de él

Callecita

Industria nacional


El tiempo pasa lento en Guane, mucho. Creo haber estado los veinte minutos en la iglesia y apenas fueron un poco más de cinco. Salgo y en la única tienda en la que no veo amenazas de ser invitado a una cerveza me siento a esperar los minutos restantes. La señora de los bastones sale y la veo caminar hacia su casa, curiosamente, en la única loma que tiene Guane. Con la paciencia que solo puede tener quien vive acá sube lentamente la pendiente. El bus está a punto de partir, así que imagino el resto del trayecto de la señora. Supongo que debe estar tranquila, la vida le ha enseñado que así se vive mejor. Quién sabe, a lo mejor está disfrutando estos últimos pasos antes de tener una vista privilegiada mirando al Cañón del Río Suárez.

Cuesta arriba. La señora que sufre de cojera vive en la única pendiente que tiene el ´pueblo











jueves, 30 de mayo de 2013

Barichara-Guane, pero primero El Camino de Lengerke. Crónica de Viaje #2

Entrada al Camino Real o Camino de Lengerke que conduce de Barichara a Guane y del mismo modo en sentido contrario
Sábado, ocho de la mañana. No es normal que abra los ojos a estas horas, de hecho soy de esos que se duerme por lo general a las dos o tres de la madrugada y se despierta después de las diez, pero anoche me dormí temprano. Barichara se duerme joven y la soledad en la que me encontraba, en una casa enorme para mí solo, hizo que la lluvia me arrullara con ella. Bueno, la lluvia y no haber llevado un adaptador de tres patas a dos para poder conectar el computador en alguno de los enchufes de la casa, así que lo tomé como una señal del destino y decidí cambiar mi rutina para levantarme como una persona decente.

Agua tibia, baño relajado con jabón motelero -de los chiquitos que no venden en ningún lado y solo se consiguen en estos lugares-, me pongo la ropa que creo más cómoda, bloqueador y ¡pa´ la calle, papá!

En el parque de Barichara encuentro una panadería que se me antoja económica y pido un desayuno trancado: dos panes de maíz, una porción de queso holandés (venden de todo tipo de quesos por porciones) y una avena casera. Al final, antes de pagar la cuenta pido una botella de agua y compruebo que mi sexto sentido debe seguir dormido porque termino pagando por el desayuno un poco menos que la deuda externa de Burkina Faso.

Después de dicho trance, le comento a la mujer que me atiende que quiero conocer Guane, pero que pretendo ir hasta allá por el Camino Real. Ella me da las indicaciones de rigor y me explica cómo llegar hasta el punto de partida, pero el nombre que me da me causa curiosidad. Ella lo llama el Camino de linguerque (así se oye). No sabe responderme porqué se llama así ni tampoco sabe cómo deletrearlo. Le echo mucha cabeza y llego a la conclusión, errada, que no es el Camino de linguerque sino El Camino del Inguerque. No sé por qué, pero así funcionan mis pensamientos.

Más tarde comprobaré que, efectivamente, mi sexto sentido es de fabricación dudosa. Realmente se llama El Camino de Lengerke en honor a Geo Von Lengerke, un alemán que vivió en tierras santandereanas a mediados del siglo XIX y que, como todo europeo, quiso hacerse rico a costillas nuestras. Como hacendado que fue, el señor Lengerke amasó una fortuna muy considerable gracias, entre otras cosas, a la Quina, una planta medicinal que era muy apetecida en Europa. Por cuestiones que no vienen al caso, don Lengerke quebró al invertir toda su fortuna en esta planta y querer llevarla hasta Europa, dándose cuenta allí, vaya usted a saber por qué, que ya no estaba tan de moda. Algo así como la cocaína de hoy en día, que ha sido reemplazada por drogas sintéticas (algunas legales) y que son las causantes de la felicidad de los chicos del viejo mundo mientras que acá seguimos enfrascados en una guerra perdida en la que somos nosotros los que ponemos los muertos.

(Nota al margen: Según un estudio publicado en 2012 por la Organización Mundial de la Salud, la cocaína se encuentra en la quinta posición entre las drogas que más consumen los europeos. Las cuatro primeras son todas drogas sintéticas -por drogas sintéticas se entienden el éxtasis, la metanfetamina e incluso el famoso Roche-, algunas producidas y comercializadas por laboratorios médicos -o sea legales-.) 

El Camino Real no fue construido por Geo Von Lingerke, no. Dicho camino ya existía desde la época libertadora y es en realidad un camino de trocha que recorre un vasto terreno por el cual se comercializaba y transportaba esclavos y mercancías. El nombre de Lengerke entra en la historia porque fue él quien lo empedró -la pavimentada de la época-.

Son nueve los kilómetros que separan a Barichara de Guane por este camino empedrado. Los lugareños me dicen que ese recorrido se hace en poco menos de cincuenta minutos y yo, iluso, les creo. La entrada del Camino Real no es muy vistosa, para mi desconsuelo, ya que esperaba ver algo más que una simple placa que dice "Camino Real". No sé, esperaba algo más pomposo, pero culpo a mi imaginación citadina por el desencanto.

No avanzo mucho y  me topo con el primer regalo para un fotógrafo aficionado: cruzando el camino atraviesa una fila de hormigas llevando entre sus pequeñas tenazas unas hojas de un tamaño, quizás, siete veces más grandes que ellas. Su coordinación, su orden, su sensación de compañerismo me inspiran y por un momento el mundo parece detenerse ante mí y me demuestra que solo soy un ser frágil en medio de tanto caos. Estas hormigas son un ejemplo de vida. Me enternezco ante su organización y me agacho a tomar una foto. Es entonces cuando mi torpeza me devuelve a la realidad, no solo a mí, sino a una pobrecita hormiga a la que hago perder la fila y desviarse del resto del grupo. La pobre no sabe para dónde va, da vueltas en círculos y algo dentro de mí me dice que hasta es posible que me esté insultando.

Ya la foto no es de un grupo de hormigas laboriosas y organizadas, ahora es un pobre individuo alejado del grupo por culpa de un señor gigante.

Hormiga juiciosa que perdió su GPS gracias a un fotógrafo atravesado

La naturaleza es sabia y cobra su venganza más pronto de lo que yo creía. Sin darme cuenta llevo casi veinte minutos contemplando la sinfonía en miniatura y mi cuello está al rojo vivo. La rutina despertada-baño-desayuno/indignación-caminata hace que sean las diez y media de la mañana y el sol haya elevado la temperatura a unos agradables treinta grados centígrados.

Pero eso no es todo. De nuevo la torpeza hace de las suyas. Mientras camino por una semi empinada loma descendente, empedrada además, me concentro en las fotos que acabo de tomar sin darme cuenta de los pasos que estoy dando; entonces piso mal una piedra y mi pie izquierdo se dobla hasta saber cómo son las suelas de mis zapatos sin necesidad de quitármelos. Inmediatamente caigo al piso y quiero llorar del dolor, pero recuerdo a Miguel Bosé que siempre me ha dicho que los chicos no lloran. Estoy en medio de la nada, a treinta grados centígrados, con un celular sin señal (Tigo, claro está) y no hay nadie cerca. Busco la lógica posible a lo que está sucediendo y en un momento de lucidez encuentro la respuesta, que es a la vez una pregunta: "¿Qué harían en Discovery?". 

Por mi mente pasan todos los programas de supervivencia. Apenas tengo un tobillo tronchado, pero ya estoy preparado mentalmente para cazar cualquier tórtola que se asome y hacer de ella mi almuerzo. Tomo un pequeño sorbo de agua de la botella que compré al desayuno y, vaina curiosa, a pesar de costar lo mismo que la deuda externa de Burkina Faso, sabe igual que el agua que venden en el Carulla al lado de mi casa que, valga la aclaración, también tiene precios como para cubrir la deuda externa de todos los países no alineados. 

Quiero beber un poco más pero me abstengo, no vaya a ser que me agarren varios días por acá tirado y muera deshidratado. Sigo pensando. A lo lejos se ve un grillo y creo que tiene suficiente carne como para darme veinte minutos más de energía. Me dispongo a ir por él y cuando me levanto me doy cuenta que no me duele tanto el pie como creía, así que sigo caminando pensando que en cuestión de treinta minutos estaré en Guane, según me dijeron los lugareños.

El resto del camino es acompañado por un calor imposible. Yo disparo mi cámara buscando encontrar algo diferente al mismo camino que llevo recorriendo por más de una hora. Comienzo a creer que los lugareños mienten.

Camino Real

La misma foto anterior sin el gallo de la viñeta negra

Así parezca increíble, más Camino Real

¡Guau! ¡Sombra!

A lo lejos oigo un grupo de gente y grito cual Chuck Nolan "¿Falta mucho pa´ Guane?". Una de las voces me responde "Ya casi, siga derecho". No me ayuda su respuesta y no me genera confianza, así que decido esperar a los protagonistas de los murmullos que oigo. Aparecen los rostros que llevaba unos minutos imaginando y me doy cuenta que son campesinos oriundos de mi destino que han salido en esta mañana calurosa de sábado a recoger hormigas culonas. Me explican que por esta época del año las hormigas salen de sus nidos a tomar el sol y es entonces cuando ellos aprovechan para atraparlas -decir cazarlas sería, no solo ilógico, sino aberrante-. Les pregunto que cuánto llevan en esas y me dicen que desde las cinco de la mañana, así que imagino que la cosecha debe ser enorme, pero no; cada uno me enseña un pequeño balde en el que llevan las víctimas de la gula santandereana.

Las hormigas culonas son famosas no solo por su sabor, sino por ser la imagen de Copetrán, una empresa del sector de transporte de Bucaramanga. Esto segundo lo supe cuando conocí en vivo una hormiga culona y recordé el logo de la empresa. De lo primero, me contaron los señores, es uno de los manjares favoritos a la hora del ocio. Incluso algunos niños lo llevan a las escuelas como parte de la lonchera, cual galguería.

El proceso de convertir un insecto en mecato es el siguiente: una vez la hormiga es atrapada y llevada hasta la casa de destino, su cola -culo en este caso- es separada del cuerpo y echada a freír en aceite bien caliente. Apenas está a punto -nunca me dijeron cuál ese famoso "punto"- se saca, se pone a secar y se mezcla con crispetas para acompañar una cerveza o ver una película. Se ha sabido de casos de algunos osados que llegan al punto de prescindir las crispetas.

Hormiga culona. También se puede ver esta imagen en un bus de Copetrán que se volteó


Debido al calor y a un ataque de emotividad, les pregunto que si hay una tienda cerca donde los pueda invitar a tomar algo -iluso yo, estamos en la mitad de la nada-. Me dicen que claro, que cerca hay una y nos dirigimos a ella. Cerveza para todos, menos para el hijo de Libardo, uno de los campesinos con los que voy caminando. Para él una Cola&Pola -no ve que es un niño, me dice Libardo, y compruebo que los colombianos nacemos alcohólicos por genética-. Aprovechamos para conversar y me cuentan sus historias. Jorge, por ejemplo, no es de Guane. Está de paso hace cuatro meses porque hace parte del grupo de obreros que está construyendo el acueducto. Me dice que es de Rionegro, un pueblo cerca de Bucaramanga, pero hacia el otro lado, me explica. Deduzco que se refiere a la salida hacia Barrancabermeja. Le digo que en Colombia el nombre de Rionegro es el más usado para bautizar pueblos y caseríos. Casi cada departamento tiene un Rionegro. Se ríe, deduzco que no me cree.

Jorge bebiendo agua en totuma. La cerveza a duras penas menguó el calor

Libardo me cuenta por su lado que lleva las hormigas para venderlas. El único que las lleva para él es Miguel -uno de los más jóvenes-, me dice. Es porque como no tiene responsabilidades, agrega, y hace un gesto con la boca que denota un poco de envidia y nostalgia por esos días en los que podía gastarse toda la plata en él. Ahora hay hijos y con ellos los gastos son más grandes. Le pregunto cuánto le pueden pagar por las hormigas que lleva (atrapó cerca de cinco kilos, fue el que más cogió) y me dice que más o menos treinta mil pesos. Los insectos, sin querer, ayudan a sostener la economía de la familia de Libardo y de muchos como él que salen una vez al año -por decisiones ambientales no se puede en otras fechas- a esperar que el sol caliente tanto los nidos que haga que las hormigas sofocadas salgan a levantar vuelo. Y así comienza la lucha de la naturaleza: las hormigas contra sus amenazas, los humanos y los pájaros que las sorprenden en vuelo. Entonces no necesitan el aceite ni las crispetas para ser alimento de otro tipo de hijos.

Libardo me regala su mejor sonrisa para la foto

Terminadas las cervezas y el camino sigue. Le agradecemos a la familia que nos atendió. En silencio los bendigo por ser un oasis real. Les pido que me posen para la foto de rigor. Me regalan un llavero hecho con cuero de vaca y que emula una zapatilla.

Los dueños del oasis
No es mucho el camino que sigue. Jorge no se despega de mi lado, los demás me miran con una mezcla entre curiosidad y desconfianza, no creo que sean muchas las personas que conversan con ellos. Aprovecho que no están pendientes de mí  para tomarles unas cuantas fotos. Supongo que por la cerveza estoy con la carga renovada, supongo que es por la conversada con Jorge o simplemente porque creo que ya no estoy tan solo, pero apenas llegamos a Guane siento nostalgia y un poco de pena por no haberme cruzado con estas personas antes.

La pose de rigor

Caminando hacia Guane con la cosecha en las manos

Son las doce treinta y apenas llegamos a Guane. Me demoré dos horas y media desde que salí de Barichara. Los lugareños no tuvieron razón...

Llegada a Guane. Fin del Camino de Lengerke...o principio, del mismo modo en sentido contrario

















martes, 28 de mayo de 2013

Barichara. Crónica de viaje #1

Barichara, Santander, finales de abril de 2013. Llegué para cumplir una promesa que yo mismo me había hecho hace casi quince años, cuando estuve cerca, pero no lo suficiente. 

Aquella vez llegué hasta San Gil, a tan solo media hora en carro, pero nada más. Me tuve que devolver un día antes de terminado el evento en el que estaba y con envidia escuché días después las historias de todos mis compañeros que sí habían visitado "el pueblo más bonito de Colombia". Me prometí entonces que algún día lo conocería.

Esta vez llegué un viernes a las 10 de la noche. Desde Bucaramanga viajé hasta el Parque Nacional Chicamocha. A las seis de la tarde salí a coger un bus en la carretera, el cual pensé que pasaría rápido, pero qué equivocado estuve. Dos horas ahí sentado, esperando. Cuando por fin apareció el bus que me llevaría a San Gil supe que aún faltaban casi dos horas de viaje. 

En el iPod sonaba Oasis. "If you´re leaving will you take me with you?" cantaba Liam Gallagher y recordé una promesa que le pedí a una exnovia que me cumpliera. Nunca la cumplió, ya no me importa. Pero me parece curioso que este viaje se estuviera convirtiendo en eso, en promesas. Pensaba en la importancia de la palabra y lo devaluada que está. Me criaron diciendo que mis abuelos eran de esos que si empeñaban la palabra, cumplían, así perdieran en los negocios. En qué momento perdimos tanto, me pregunto.

Aterricé en Barichara, hablé con doña Esperanza, quien me alquiló una casa entera solo para mí -a treinta mil pesos la noche, las ventajas de viajar en temporada baja-, me pegué un duchazo y salí a buscar algo de comer. Barichara en la noche es apacible, pero es de esos lugares que esconden algo. Demás que se debe conocer primero de día para valorarla a oscuras, como a novia 32B.

En la plaza central vi un local de comidas que ya estaba cerrando; me recomendaron otro a unas cinco cuadras y creí que sería lejísimos. Error, las cuadras de Barichara sí miden lo que debe medir una cuadra, no como las bogotanas, en las que fácilmente se puede envejecer antes de llegar a la esquina. Llegué y efectivamente estaba abierto. Una ensalada de la casa y una limonada de yerbabuena para la sed. El pueblo más bonito de Colombia me conquistó como se conquista a un hombre, queda claro.

De regreso a la casa el primer choque con su respectivo cambio de chip: caminar por callejones oscuros sin que te pase nada. Colombia nos enseñó a caminar con miedo, a temerle a la oscuridad, a la mano que saldrá de la nada y te pedirá tus cosas. No es sencillo dejar ese pensamiento de lado, pero se logra. Barichara es tranquila, no hay motivos para temer. A ratos parece increíble que hacer algo tan sencillo como eso sea posible.

Un par de vueltas por algunas calles y para la casa. Barichara se duerme temprano, así algunas personas insistan en modernizar el entorno con sus radios y su reguetón a mucho volumen. Curioso pensamiento el de algunos que siguen creyendo que un carro en el que sea imposible conversar sea motivo de envidia.

Sábado, madrugo. Ahora sí, esto es Barichara. Sus calles, sus colores, su clima, sus casas y sus ventanas. Saco mi cámara y las palabras sobran...