sábado, 21 de diciembre de 2013

Sieterríos

A Sieterríos se llegaba buscando el olvido, un camino de tierra amarilla y seca que había sido la ruta por la que los primeros viajeros salieron del pueblo en busca de mejores días, por allá cuando los abriles duraban apenas nueve jornadas.

Me voy, dijo la llama
El último paso que dio me olió a cerveza al clima y trasnochada, como esos cunchos que quedan en la madrugada del primero de enero. Me quedé quieto y miré para el piso como queriendo encontrarla en medio del polvo que había levantado cuando puso el pie en la tierra. Carajo, acá todo huele a guardado, me dijo sin dejar de girar el pie como si fuera una niña chiquita que acaba de descubrir el más inocente de los juegos. Luego escupió al piso y tapó el gargajo con una patada de tierra que le llenó de polvo la bota derecha del pantalón. A este pueblo uno solo debería volver para morirse y ni por eso vale la pena el viaje. Apretó los dientes como cuando quería llorar y las lágrimas no le salían, entonces las buscaba en algún lugar de los recuerdos. Allá donde huele a canela, me decía.

Su primer recuerdo, me contó algún día, era de cuando tenía cinco años. Así cierre los ojos con fuerza se queda la mente en azul y no veo nada más. El azul del que me hablaba era frío como la nostalgia de sus palabras. Sonreía muy pocas veces y cuando lo hacía tenía tanta fuerza que los vecinos subían tan solo para mirarla. Nadie en Sieterríos había oído una risa tan hermosa, ni siquiera cuando vino la caravana de alegres viajeros que habían perdido la ruta y decidieron quedarse por una noche que se volvió eterna. Todo el que llega a Sieterríos se quedaba amarrado como si supiera que su destino, tarde o temprano, terminaría por generar un vínculo con esa tierra que era tan seca y fértil como el vientre de la misma madre naturaleza.

Me levanté llorando y llamándola en silencio. Las palabras nunca salieron y el ambiente olía a albahaca fresca y recién cortada. Así huele el llanto cuando el sueño es por amor, me decía mientras me consolaba los sollozos de niño indefenso. Soñé con vos, con que te ibas caminando vestida de blanco por el olvido. Soñé con tu espalda y con tus manos que permanecían inmóviles así el cuerpo se moviera corriendo. Tenés miedo de perderme, me dijo. Decime algo que sea nuevo, le respondí. Claro que tengo miedo de que te vayás, no ves que me acostumbrás de a poco a olerte en las mañanas cuando ninguno de los dos ha dado la primera bocanada de aire fresco.

Cada noche Sieterríos cambiaba de colores y el aire se enrarecía. Los albañiles que alguna vez quisieron edificar la catedral central fueron los primeros en notarlo y se lo hicieron saber al resto del pueblo, pero al principio nadie les hizo caso. No fue hasta que murió Nicanor Beracasa, el más joven del grupo, que la gente creyó en sus palabras. Nicanor fue encontrado la mañana del siete de enero hace veinte años. Estaba de pie y con los ojos abiertos en una expresión que tenía más de melancolía que de espanto. Quienes trabajaron con él esa tarde dicen que estuvo hablando de la vida que nunca había vivido. Que soñaba con praderas amarillas en invierno, llenas de nardos recién paridos que dejaban en el aire un aroma a torta de zanahoria recién horneada. En Sieterríos el invierno y el frío eran rojos, por eso todos creyeron que sus sueños estaban avanzados. Nadie lo creyó loco, no porque no lo estuviera, sino porque Sieterríos era tan normal que cualquier comentario salido del convencionalismo era tomado como premonitorio.

Cuando tomé el aire necesario la miré, su expresión se me hizo conocida. Te parecés a mi mamá cuando sonreís desnuda. Se arqueó en la cama y se miró entre las piernas. Las que perdemos somos nosotras que nos meten vergas chiquitas y parimos niños enormes. Se echó a reír y subieron los vecinos. Huele a canela cuando me hacés el amor, me dijo. Se paró y se fue a la cocina a servirse un trago de ron que había quedado de alguna fiesta, de alguna vez, de alguna historia.

Tomó un trago largo. Lo pasó con agua de la llave y sacudió la cabeza con ganas. Me entró en reversa, dijo. A los cinco años fui feliz por primera y última vez. Cerró los ojos con fuerza y caminó hacia la ventana.


Asomate, mirá esto. Está lloviendo amarillo. Viene el invierno.

2 comentarios:

  1. Lleno de nostalgia enamoradora, de esa que tango me gusta. Admiro y disfruto tus letras, y todo lo que tenga canela. Muy tuyo.

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