A Sieterríos se llegaba buscando el olvido, un camino de
tierra amarilla y seca que había sido la ruta por la que los primeros viajeros
salieron del pueblo en busca de mejores días, por allá cuando los abriles
duraban apenas nueve jornadas.
Me voy, dijo la llama |
El último paso que dio me olió a cerveza al clima y
trasnochada, como esos cunchos que quedan en la madrugada del primero de enero.
Me quedé quieto y miré para el piso como queriendo encontrarla en medio del
polvo que había levantado cuando puso el pie en la tierra. Carajo, acá todo
huele a guardado, me dijo sin dejar de girar el pie como si fuera una niña
chiquita que acaba de descubrir el más inocente de los juegos. Luego escupió al
piso y tapó el gargajo con una patada de tierra que le llenó de polvo la bota
derecha del pantalón. A este pueblo uno solo debería volver para morirse y ni
por eso vale la pena el viaje. Apretó los dientes como cuando quería llorar y
las lágrimas no le salían, entonces las buscaba en algún lugar de los
recuerdos. Allá donde huele a canela, me decía.
Su primer recuerdo, me contó algún día, era de cuando tenía
cinco años. Así cierre los ojos con fuerza se queda la mente en azul y no veo
nada más. El azul del que me hablaba era frío como la nostalgia de sus
palabras. Sonreía muy pocas veces y cuando lo hacía tenía tanta fuerza que los
vecinos subían tan solo para mirarla. Nadie en Sieterríos había oído una risa
tan hermosa, ni siquiera cuando vino la caravana de alegres viajeros que habían
perdido la ruta y decidieron quedarse por una noche que se volvió eterna. Todo
el que llega a Sieterríos se quedaba amarrado como si supiera que su destino,
tarde o temprano, terminaría por generar un vínculo con esa tierra que era tan
seca y fértil como el vientre de la misma madre naturaleza.
Me levanté llorando y llamándola en silencio. Las palabras
nunca salieron y el ambiente olía a albahaca fresca y recién cortada. Así huele
el llanto cuando el sueño es por amor, me decía mientras me consolaba los
sollozos de niño indefenso. Soñé con vos, con que te ibas caminando vestida de
blanco por el olvido. Soñé con tu espalda y con tus manos que
permanecían inmóviles así el cuerpo se moviera corriendo. Tenés miedo de
perderme, me dijo. Decime algo que sea nuevo, le respondí. Claro que tengo miedo
de que te vayás, no ves que me acostumbrás de a poco a olerte en las mañanas
cuando ninguno de los dos ha dado la primera bocanada de aire fresco.
Cada noche Sieterríos cambiaba de colores y el aire se
enrarecía. Los albañiles que alguna vez quisieron edificar la catedral central
fueron los primeros en notarlo y se lo hicieron saber al resto del pueblo, pero
al principio nadie les hizo caso. No fue hasta que murió Nicanor Beracasa, el
más joven del grupo, que la gente creyó en sus palabras. Nicanor fue encontrado
la mañana del siete de enero hace veinte años. Estaba de pie y con los ojos
abiertos en una expresión que tenía más de melancolía que de espanto. Quienes trabajaron
con él esa tarde dicen que estuvo hablando de la vida que nunca había vivido. Que
soñaba con praderas amarillas en invierno, llenas de nardos recién paridos que
dejaban en el aire un aroma a torta de zanahoria recién horneada. En Sieterríos
el invierno y el frío eran rojos, por eso todos creyeron que sus sueños estaban
avanzados. Nadie lo creyó loco, no porque no lo estuviera, sino porque
Sieterríos era tan normal que cualquier comentario salido del convencionalismo
era tomado como premonitorio.
Cuando tomé el aire necesario la miré, su expresión se me
hizo conocida. Te parecés a mi mamá cuando sonreís desnuda. Se arqueó en la
cama y se miró entre las piernas. Las que perdemos somos nosotras que nos meten
vergas chiquitas y parimos niños enormes. Se echó a reír y subieron los
vecinos. Huele a canela cuando me hacés el amor, me dijo. Se paró y se fue a la
cocina a servirse un trago de ron que había quedado de alguna fiesta, de alguna
vez, de alguna historia.
Tomó un trago largo. Lo pasó con agua de la llave y sacudió
la cabeza con ganas. Me entró en reversa, dijo. A los cinco años fui feliz por
primera y última vez. Cerró los ojos con fuerza y caminó hacia la ventana.
Asomate, mirá esto. Está lloviendo amarillo. Viene el
invierno.
Lleno de nostalgia enamoradora, de esa que tango me gusta. Admiro y disfruto tus letras, y todo lo que tenga canela. Muy tuyo.
ResponderEliminarGran texto.
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