martes, 12 de marzo de 2013

Canela



Las mañanas de los viernes huelen a canela desde marzo, cuando le dije que no se apareciera de sorpresa, pero ella no hizo caso. Nunca lo hacía. Poco le importaba que su papá le reclamara las cosas, primero con frases cariñosas, y luego con esos golpes que la entrenaron para la vida. Al menos eso fue lo que me dijo cuando la conocí, por allá en 1998, cuando se había cansado del amor compulsivo de Diego Rendón y sus constantes entradas triunfantes perdido de la borrachera. Mirame el brazo, me dijo esa primera vez, y no fue necesaria más luz para sentir la cicatriz que le había quedado como recuerdo. No sé si fue de mi papá o de Diego, me dijo antes de llevarse el cigarrillo a la boca y aspirar profundo. Te va a matar esa güevonada, le dije. Se rió y se le escapó el humo por la nariz. Me miró y me dio un beso que todavía recuerdo. Dejá de ser tan bonito, que si así fuera, recogería todas las cuscas del suelo a ver si acabo con esta mierda de una vez por todas.

Por esos días el mundo me olía a vainilla y ella se dio cuenta. Olor de mariquitas, solía repetirme siempre que entraba al cuarto y me veía en la ventana, mirando para el horizonte y queriendo escribir sobre las nubes que nunca tomaban forma. Olor de mariquitas, así como esas nubes. ¿Cuándo vas a escribir como un varón? Y después soltaba la mejor carcajada que he oído en la vida. Era tan bella y tan sonora que los vecinos subían hasta el apartamento solo para verla reír. Cojan oficio, maricones, les decía y de nuevo la carcajada.

Qué curioso, la dejé de ver en marzo y sus recuerdos me llegan siempre a esta hora. Me es imposible recordarla en las mañanas, que era cuando se bañaba dejando la puerta abierta. Lo hago para que entrés, ¿es que no te das cuenta? Me repetía siempre. Sus baños eran eternos. Se podía quedar horas bajo el agua fría esperando que yo entrara y la agarrara de sorpresa por detrás y le practicara el sexo que siempre me pedía. Nunca lo hice. Jamás entendí su lenguaje extracorporal, ni sus señas, ni sus mensajes cifrados. Aún me sigue pareciendo un milagro que se haya fijado en mí. Son tus sueños. Me gusta cuando me soñás, me dejó escrito en un papel que pegó en la nevera. ¿Cómo sabía que soñaba con ella? No me atreví a preguntarle nunca. Prefería saber que hacía parte de mis fantasías. Me sueño el día en que me comás como lo hiciste anoche, me dijo ese sábado de marzo cuando se despertó al medio día. Esto de madrugar a las doce es muy jodido, se repitió para sí misma. Me miró e intentó reír, pero en vez de carcajada sopló como un gato cuando ve un perro. Abrió los ojos como queriéndome decir algo, pero no era capaz. Se miraba las manos, y tampoco ahí encontraba una respuesta. Se volvió a dormir. Demás que es falta de sueño, me dijo con la voz cortada y cerró los ojos para que yo la creyera dormida. La oí sollozar.

Diego Rendón no fue su primer novio. Lo conoció en agosto del noventa y siete, un martes por la tarde. Él estaba pintando un muro que nunca quedaba del color de la pintura que usaba. Si untaba de verde la brocha, el muro quedaba rojo. Malparidos domingos, se quejaba, el mundo se va a acabar un domingo. Ella se sentó desde el otro lado de la calle y le gritó: pintalo de izquierda a derecha y verás. Diego sonrió, incrédulo, pero le hizo caso. Efectivamente, si pintaba el muro de izquierda a derecha quedaba verde y no rojo. ¿Y eso por qué es? Le preguntó. No tengo ni puta idea, fue su respuesta.

Se cuadraron dos semanas después. Nunca lo quise como te quiero a vos, me repetía todas las mañanas, pero nunca vas a ser tan buen amante como él y no lo vas a ser mientras sigás creyendo que las mujeres somos un eterno enredo de sentimientos. Eso, hombres, sigan creyendo que un te amo le gana a un buen polvo; decía y se echaba a reír y los vecinos subían a verla y yo me mordía el brazo para saber qué era lo que quería.

No me gusta el olor de la vainilla, es un olor para mariquitas. Y sopló como un gato cuando ve un perro. ¿Qué olor te gusta? Le pregunté. No sé, no tengo sentido del olfato, me dijo.

Es verdad, lo había perdido a los catorce años cuando su papá le había recordado a las malas que él era el primero en servirse el almuerzo. Ella no lo recuerda, pero me dice que le dijeron que estuvo dormida cuatro días y que cuando se levantó pidió que le dieran comida, lo que fuera. Sea lo que sea que le pasaron, lo mordió con rabia, como queriendo recuperar en ese mordisco lo que todavía no sabía que le faltaba. ¿Qué es? Preguntó. Panela, le dijeron. Por su estado no entendió bien y creyó oír canela.

Nunca supe a qué huele la canela, pero me la imagino. Me contó el único día que la vi llorar. Esa tarde se fue. Nunca supiste ser buen amante, dejó escrito en el muro de la sala. Lo escribió con pintura verde de color rojo. Seguile buscando formas a las nubes, maricón.

Sus recuerdos me visitan en las tardes, nunca soy capaz de recordarla de día. Ni siquiera los viernes por las mañanas.

domingo, 3 de marzo de 2013

Felicidad (A Jacobo, el perro valiente)

Jacobo nunca lo supo, pero fue uno de mis héroes. Al valiente Jacobito, que cuando me veía se echaba de espaldas para que le sobara la barriga.

A veces no me gusta ser yo. No sé, oigo a los que están a mí alrededor y me parece que me falta mucho para ser como ellos que parecen felices. No sé si estoy acorde a su escala de valores de felicidad.

Supongo que todavía me falta mucho para comprender que “hay cosas más importantes en la vida”, que es lo que me dicen cuando les recuerdo que tengo un perro al que quiero, no por ser mío, sino porque me quiere tanto que lo único que puedo hacer todos los días es quererlo un poco más, a ver si de pronto en muchos años le puedo demostrar lo agradecido que estoy por cada vez que volea su cola cuando me ve llegar a casa. Supongo que, realmente, hay cosas más importantes en la vida.

Sigue siendo ajeno para mí –desconocido, en verdad- entender la felicidad absoluta como ese estado que se logra cuando llego a lo que los demás quieren para mí, pero sin saber si era lo que yo quería.

Supongo que no soy feliz porque decidí trabajar en algo que me regala mucho tiempo libre, el que aprovecho para salir a caminar, para mirar a la gente a los ojos, para leer un libro, para escuchar música –escuchar, más que oír. Porque la música no se ha convertido aún en banda sonora de mi día a día, sino que sigue siendo compañía-. Tiempo libre que malgasto en hablar con desconocidos, conocer sus historias, saber sus nombres y admirar sus sonrisas.

Tiempo perdido que se me va en hacer una siesta después del almuerzo. Que no uso bien en capacitarme para ser más proactivo, más eficiente. Porque el mundo de hoy no da tiempo para nada, me dicen. Supongo que la felicidad de la que me hablan está en eso, en no tener tiempo para nada. Quizás por eso no soy feliz. Porque siempre tengo algún momento del día para llamar a mi mamá a decirle que la quiero, igual que a mi novia, y a mis hermanos y a mis amigos.

No sé si soy feliz. Pero si esto que siento es una infelicidad, me alegra sentirla.