Años después pensaré en aquel episodio y lo recordaré como
una de las actividades más extrañas que sucedieron en Cedritos durante los
tiempos en que el Coronel Alejandro Mejía infundía respeto y temor con tan solo
mencionar su nombre. Y eso que no es descabellado afirmar que Cedritos fue
conocido desde siempre por ser un lugar donde cosas raras sucedían con
frecuencia; como aquella tarde en la que Benjamín Orozco, quien se dedicó a la
noble y taciturna labor de venta de productos al menudeo en su tienda de barrio,
casi que desde principios de la vida misma -cuando las cosas eran bautizadas al
antojo de quien primero las encontrara- tuvo a su haber una de las más notables.
Fue leyenda conocida a voces necias aquella tarde en la que
Benjamín, bautizado por el hijo de su compadre Otoniel como “Don Benja”, encontró
dentro de un envase de gaseosa aún sin destapar un pitillo de papel enrollado,
el cual confundió primero con un billete de mil pesos, de aquellos en los que
el rostro del caudillo Jorge Eliecer Gaitán se mostraba manso frente a una
multitud que se había agolpado en la plaza de Bolívar, días antes de aquel
lúgubre acontecimiento que habría de cambiar la historia de una nación y que
desde entonces se conocía como “El Bogotazo”; y después de eso, al notar que no
era un billete, confundió con un papiro en el que Clemente Monsalve, para
entonces reo vitalicio de la cárcel de Engativá, enviaba una petición de
libertad sobre su condena inmerecida, ya que nunca había cometido el crimen del
cual le acusaban, que era, nada más y nada menos, el de haber asesinado de
cuarenta y cinco puñaladas en el corazón al primer novio de quien consideraba
el amor de su vida, Martirina Soledad Márquez.
Cuarenta y cinco puñaladas, todo porque, según el juez que
llevó el caso, tanto amor guardado necesitaba salir de a pocos. Por eso, cuando
Clemente terminó la inclemente tarea de agujerear el cuerpo de Ancízar Villada,
éste se elevó por los aires dejando a su paso un aroma que aún retumbaba en las
calles de Cedritos la tarde en que Benjamín halló dentro del envase de una
gaseosa aún sin destapar un pitillo de papel enrollado, al que primero
confundió con un billete y luego con una carta de perdón y olvido que jamás llegó
a tiempo porque justo esa mañana Clemente fue encontrado muerto en la cama de
su celda. Tenía su cuerpo pálido y la expresión de su rostro no podía recordar
un sentimiento diferente a la lujuria. Ningún guardia atinó a recordar algo
sospechoso, ni siquiera la visita inesperada, la noche anterior, de una llamativa
mujer que entró a la penitenciaría llevando en sus manos un canasto con una
cena para dos, que consistía en los más selectos quesos y jamones.
El certificado de defunción fue parco debido a la pereza del
notario. Parco, pero no por eso mentiroso. Con una descripción que no abarcó la
mitad de la hoja, Clemente fue declarado muerto bajo la descripción “Nada más
peligroso que una mujer ofendida”.
La historia del pitillo llegó hasta mis oídos gracias a Doña
Isabela de Montaner. Fue durante una corta visita a su casa que pretendía ser
más un arreglo innecesario de una silla desbarajustada que lo que en realidad
terminó siendo: una charla extendida por horas en las que las historias más
sorprendentes de Cedritos llegaron a mí con tal desorden que si erro algunos
datos, ofrezco mis disculpas y pido que se me juzgue bajo el principio de
ignorancia, más nunca el de maldad.
Doña Isabel de Montaner llevaba este apellido a pesar de
nunca haber estado casada en lo que ella misma se esmeraba en llamar su “puta y
desordenada existencia”. Lo que nadie sabía, y me enteré yo sin pretender hacerlo,
es que conservaba desde los tiempos en que Cedritos no era más que un barrizal,
un antojo sexual insaciable que había tenido un único satisfactor: Don
Benjamín.
Enredado por la información adquirida y sin poder volver a
mirar a alguno de los dos a los ojos, me dirigí hasta a tienda de don Benja y
sin darme cuenta de lo que hacía, compré lo primero que se me ocurrió pedirle,
no tanto por la necesidad de usar lo que comprara, sino por evitar crear en mi
imaginación los encuentros fogosos que Doña Isabel me había descrito al
detalle. Al llegar a mi casa solo atiné a abrir las bolsas y encontrarme con un
sobre de esencias florales, dos paquetes de pandebonos, un bocadillo veleño,
mil pesos de salchichón, una bolsa de leche semidescremada y un jabón en polvo
para lavar la ropa.
No sé qué fue de mí durante varias semanas. No quise volver
a salir y me negué frente a cualquier favor que me fuera pedido, así el mismísimo
Coronel Alejandro Mejía me lo solicitara. No quise verle la cara a nadie, ni
siquiera a mí mismo, razón por la cual decidí
arrancar de tajo todos los espejos de la casa. Me perdí en el abismo de la
tristeza y olvidé cómo debía reaccionar el cuerpo a la hora de ser feliz. Por más
que intenté fue imposible generar un asomo de sonrisa en mi boca descuajada. A pesar
de no volver a comer algo diferente a pandebonos engordé ciento veinte kilos y
cada vez que intentaba recordar algún momento feliz, así hubiera sido
transitorio, el cielo me recordaba con una lluvia de lodo que la felicidad no estaba
hecha para las personas diáfanas y dicharacheras.
Organicé los recuerdos de a
poco. Ubiqué las ideas unas tras otras y doblé con esmero mi ropa una y otra
vez, con la única intención de sorprenderme a mí mismo realizando alguna actividad
lógica para no regresar a la cordura. Fue entonces cuando supe que había
extraviado una media, que no aparecía por más que la buscara, como si quisiera
jugar conmigo un juego del cual desconocía las reglas.
Acongojado salí al mundo y me enfrenté con todos. Recordé la
tarde remota en la que Doña Isabel me contó sus secretos, me habló de sus
amores y me confesó que entre tantos amantes transeúntes, destacaba dos: uno
sexual y otro puro. Solo dos hombres habían sido lo suficientemente sagaces
para descifrar el corazón de una mujer necesitada. El uno la satisfacía en la
cama. El otro le llenaba el corazón, pero lo llenó tanto que la traicionó al
creer que el amor se estanca si no tiene por donde fluir. Doña Isabel guardó
silencio y rencor. Juró nunca volver a ver a ese hombre y cumplió al pie de la
letra su promesa, hasta la noche en que lo visitó por última vez. La noche en
que llevó una cena para dos. Una cena con los más selectos quesos y jamones.
Me senté en un parque a mirar hacia algún lado. Mi mirada se
encontró con la de Benjamín que venía hacia mí con una gaseosa. Hace rato no lo
veía, me dijo. Estaba perdido, le respondí. Me estuve buscando, también a una
media que aún no encuentro. Comenzaba a enfriar la tarde, así que me puse la
chaqueta que llevaba en las manos. Al sacar la mano derecha por la manga tenía
la media agarrada. Volví a sonreír.
Nunca pensé que por una media podría salir tan buen escrito, ojalá a mi se me pierda así sea un guante para inspirarme así.
ResponderEliminarGracias! Me dio pena
ResponderEliminarDe nada :) ¿Por qué pena?
EliminarQué final, don Alejo... :D
ResponderEliminarPasé momentos de angustia pensando si la media aparecería doblada en medio de un sandwich de selecto jamón y selecto queso o enrollada en el fondo de una coca cola familiar, compras hechas desde luego en la tienda de Don Benja.