jueves, 6 de diciembre de 2012

En busca de la media perdida. Capítulo final "Apareció" (Novela Macondiana)


Años después pensaré en aquel episodio y lo recordaré como una de las actividades más extrañas que sucedieron en Cedritos durante los tiempos en que el Coronel Alejandro Mejía infundía respeto y temor con tan solo mencionar su nombre. Y eso que no es descabellado afirmar que Cedritos fue conocido desde siempre por ser un lugar donde cosas raras sucedían con frecuencia; como aquella tarde en la que Benjamín Orozco, quien se dedicó a la noble y taciturna labor de venta de productos al menudeo en su tienda de barrio, casi que desde principios de la vida misma -cuando las cosas eran bautizadas al antojo de quien primero las encontrara- tuvo a su haber una de las más notables.

Fue leyenda conocida a voces necias aquella tarde en la que Benjamín, bautizado por el hijo de su compadre Otoniel como “Don Benja”, encontró dentro de un envase de gaseosa aún sin destapar un pitillo de papel enrollado, el cual confundió primero con un billete de mil pesos, de aquellos en los que el rostro del caudillo Jorge Eliecer Gaitán se mostraba manso frente a una multitud que se había agolpado en la plaza de Bolívar, días antes de aquel lúgubre acontecimiento que habría de cambiar la historia de una nación y que desde entonces se conocía como “El Bogotazo”; y después de eso, al notar que no era un billete, confundió con un papiro en el que Clemente Monsalve, para entonces reo vitalicio de la cárcel de Engativá, enviaba una petición de libertad sobre su condena inmerecida, ya que nunca había cometido el crimen del cual le acusaban, que era, nada más y nada menos, el de haber asesinado de cuarenta y cinco puñaladas en el corazón al primer novio de quien consideraba el amor de su vida, Martirina Soledad Márquez.

Cuarenta y cinco puñaladas, todo porque, según el juez que llevó el caso, tanto amor guardado necesitaba salir de a pocos. Por eso, cuando Clemente terminó la inclemente tarea de agujerear el cuerpo de Ancízar Villada, éste se elevó por los aires dejando a su paso un aroma que aún retumbaba en las calles de Cedritos la tarde en que Benjamín halló dentro del envase de una gaseosa aún sin destapar un pitillo de papel enrollado, al que primero confundió con un billete y luego con una carta de perdón y olvido que jamás llegó a tiempo porque justo esa mañana Clemente fue encontrado muerto en la cama de su celda. Tenía su cuerpo pálido y la expresión de su rostro no podía recordar un sentimiento diferente a la lujuria. Ningún guardia atinó a recordar algo sospechoso, ni siquiera la visita inesperada, la noche anterior, de una llamativa mujer que entró a la penitenciaría llevando en sus manos un canasto con una cena para dos, que consistía en los más selectos quesos y jamones.

El certificado de defunción fue parco debido a la pereza del notario. Parco, pero no por eso mentiroso. Con una descripción que no abarcó la mitad de la hoja, Clemente fue declarado muerto bajo la descripción “Nada más peligroso que una mujer ofendida”.

La historia del pitillo llegó hasta mis oídos gracias a Doña Isabela de Montaner. Fue durante una corta visita a su casa que pretendía ser más un arreglo innecesario de una silla desbarajustada que lo que en realidad terminó siendo: una charla extendida por horas en las que las historias más sorprendentes de Cedritos llegaron a mí con tal desorden que si erro algunos datos, ofrezco mis disculpas y pido que se me juzgue bajo el principio de ignorancia, más nunca el de maldad.

Doña Isabel de Montaner llevaba este apellido a pesar de nunca haber estado casada en lo que ella misma se esmeraba en llamar su “puta y desordenada existencia”. Lo que nadie sabía, y me enteré yo sin pretender hacerlo, es que conservaba desde los tiempos en que Cedritos no era más que un barrizal, un antojo sexual insaciable que había tenido un único satisfactor: Don Benjamín.

Enredado por la información adquirida y sin poder volver a mirar a alguno de los dos a los ojos, me dirigí hasta a tienda de don Benja y sin darme cuenta de lo que hacía, compré lo primero que se me ocurrió pedirle, no tanto por la necesidad de usar lo que comprara, sino por evitar crear en mi imaginación los encuentros fogosos que Doña Isabel me había descrito al detalle. Al llegar a mi casa solo atiné a abrir las bolsas y encontrarme con un sobre de esencias florales, dos paquetes de pandebonos, un bocadillo veleño, mil pesos de salchichón, una bolsa de leche semidescremada y un jabón en polvo para lavar la ropa.

No sé qué fue de mí durante varias semanas. No quise volver a salir y me negué frente a cualquier favor que me fuera pedido, así el mismísimo Coronel Alejandro Mejía me lo solicitara. No quise verle la cara a nadie, ni siquiera a mí mismo, razón  por la cual decidí arrancar de tajo todos los espejos de la casa. Me perdí en el abismo de la tristeza y olvidé cómo debía reaccionar el cuerpo a la hora de ser feliz. Por más que intenté fue imposible generar un asomo de sonrisa en mi boca descuajada. A pesar de no volver a comer algo diferente a pandebonos engordé ciento veinte kilos y cada vez que intentaba recordar algún momento feliz, así hubiera sido transitorio, el cielo me recordaba con una lluvia de lodo que la felicidad no estaba hecha para las personas diáfanas y dicharacheras. 

Organicé los recuerdos de a poco. Ubiqué las ideas unas tras otras y doblé con esmero mi ropa una y otra vez, con la única intención de sorprenderme a mí mismo realizando alguna actividad lógica para no regresar a la cordura. Fue entonces cuando supe que había extraviado una media, que no aparecía por más que la buscara, como si quisiera jugar conmigo un juego del cual desconocía las reglas.

Acongojado salí al mundo y me enfrenté con todos. Recordé la tarde remota en la que Doña Isabel me contó sus secretos, me habló de sus amores y me confesó que entre tantos amantes transeúntes, destacaba dos: uno sexual y otro puro. Solo dos hombres habían sido lo suficientemente sagaces para descifrar el corazón de una mujer necesitada. El uno la satisfacía en la cama. El otro le llenaba el corazón, pero lo llenó tanto que la traicionó al creer que el amor se estanca si no tiene por donde fluir. Doña Isabel guardó silencio y rencor. Juró nunca volver a ver a ese hombre y cumplió al pie de la letra su promesa, hasta la noche en que lo visitó por última vez. La noche en que llevó una cena para dos. Una cena con los más selectos quesos y jamones.

Me senté en un parque a mirar hacia algún lado. Mi mirada se encontró con la de Benjamín que venía hacia mí con una gaseosa. Hace rato no lo veía, me dijo. Estaba perdido, le respondí. Me estuve buscando, también a una media que aún no encuentro. Comenzaba a enfriar la tarde, así que me puse la chaqueta que llevaba en las manos. Al sacar la mano derecha por la manga tenía la media agarrada. Volví a sonreír.


4 comentarios:

  1. Nunca pensé que por una media podría salir tan buen escrito, ojalá a mi se me pierda así sea un guante para inspirarme así.

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  2. Qué final, don Alejo... :D
    Pasé momentos de angustia pensando si la media aparecería doblada en medio de un sandwich de selecto jamón y selecto queso o enrollada en el fondo de una coca cola familiar, compras hechas desde luego en la tienda de Don Benja.

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