sábado, 21 de septiembre de 2013

Temprano

Con los ojos cerrados, así, con fuerza, porque sabía que si los abría se iba a ir el recuerdo; porque con los ojos cerrados las imágenes son más claras, al menos las que estaba inventando porque no sabía muy bien si la había conocido despierto o dormido. Me dijo que me quería, pero eso fue porque no sabía qué más decir. Así funciona el amor cuando no es amor lo que se siente, sino lástima.

Dejó dos calzones, una camiseta y su aroma de jueves trasnochado. Se llevó todo, empacado de mala gana en una maleta que fue mía y que nunca se llenó porque nunca nada tuve, al menos nada que quisiera conservar, como ella, que lo tenía todo y no se daba cuenta. Tenía el mundo a sus pies y no sabría qué hacer con él cuando lo viera pidiendo un poco de atención.

Amor prehistórico. Foto tomada en Villa de Leyva, Boyacá. Julio de 2013

Agosto oscureció temprano. Nadie notó que el sol salía por la izquierda. Nadie lo notó porque en Sieterríos hace mucho rato la rutina era tan cíclica que la gente vivía por inercia, porque no eran responsables de sus latidos ni de sus respiraciones. Solo Agustín Ferrara supo cómo controlar estos movimientos y eso le bastó para no volver a dormir nunca más en su vida. Se concentraba tanto que el corazón le respondía a la perfección cuando le ordenaba que latiera más rápido o más despacio. La muerte lo sorprendió en una siesta de mala gana. Su mujer lo despertó a los gritos porque había notado que el agua estaba saliendo hacia arriba y del susto Agustín olvidó cómo era que se respiraba. Cayó al suelo tan fuerte que ni los treinta y dos hombres traídos de poblaciones vecinas para levantarlo -porque nadie en Sieterríos se animó- pudieron hacerlo. Quedó enterrado de mala gana, como los muertos que se mueren a destiempo, aquellos a los que Dios castiga por contrariar sus reglas; “que es cuando yo diga, no cuando ustedes quieran, ¡carajo!”. Los domingos su mujer le barre las orejas para que no se le llenen de los mismos caracoles que le aparecieron la noche del treinta y uno de diciembre ya hace dos años. Ya se habían comido una parte de la sien, pero el cadáver estaba tan duro que ni le hicieron mella los mordiscos de los moluscos. Cada domingo lo busca a las once de la mañana, cuando el sol comienza a aparecer por la izquierda y le limpia las orejas con paciencia, como si se culpara por su muerte, por haberlo despertado tan alebrestada, tan efusiva aquella tarde de agosto cuando oscureció temprano.

La vi salir por la ventana. “Cuando uno escapa por la puerta es porque en el fondo quiere regresar” me dijo un día borracha. Yo me reí y a ella le dio rabia.

Había llegado a Sieterríos uno de los dos marzos que hubo hace cuatro años. Llegó con una maleta vacía, el pelo cogido como en las películas de Audrey Tautou de cuando no era nadie y con la misma falda con la que se levantó esa mañana en la que nadie le pidió que lo hiciera, pero ella lo hizo porque siempre hacía lo que de daba la gana, así no tuviera ganas de hacerlo.
Me robaron anoche, dijo sin dejar de mirar el piso. Me robaron el aire que tenía guardado para cuando me sorprendiera, siguió. Luego se sentó en la única silla que quedaba vacía en el bar de don Joaquín. Se sentó tan duro que todos en Sieterríos supieron que había llegado alguien para quedarse toda la vida, al menos para siempre. Pidió una cerveza caliente y un cigarrillo que se fumó hasta cuando los dedos comenzaban a tiznarse. Él paga, le dijo a don Joaquín mientras me señalaba con los ojos, como si supiera desde que se sentó que yo ya había decidido darle mi vida entera si me lo hubiera pedido.

Seguile buscando formas a las nubes, maricón. Me dijo a la mañana siguiente. Yo estaba parado en la ventana mirando para el cielo como si quisiera encontrar arriba la respuesta a la pregunta que no había hecho. Me volteé a mirarla pero ya me había dado la espalda, igual que la noche anterior cuando terminamos de hacer el amor y me dijo que tenía sueño. No sé por qué pero nunca había necesitado tanto un abrazo como en ese momento, pensé. A mí no me queda ninguno, dejate de maricadas. Dijo y se echó a dormir, dándome la espalda. La oí riéndose y a mí me dio rabia.

Se me pegaron sus costumbres. Bañarme a la media noche para que el cuerpo conserve el último aroma del día, vender al primero que los pida los recuerdos que comienzan a olvidarse y desayunar solo mirando hacia la ventana y comer un bocado cada vez que un pájaro cruce volando. Lo que nunca pude heredar fue el gusto por fumar hasta que el cigarrillo comenzara a manchar los dedos de amarillo. Me quemo, le decía siempre que me pedía que fumara un poco más. Es que vos todavía tenés el alma muy pura, por eso te duelen los dedos, porque son los primeros que sienten. Yo miraba sus dedos pero no entendía lo que me quería decir. A veces los enrollaba y guardaba entre las manos como atesorando algo, como si no quisiera que se le escapara el alma. Me duele la memoria, me decía y comenzaba a oler a canela.

Las calles de Sieterríos nunca estuvieron tan llenas como esa tarde en la que el pueblo se volcó a ver el desfile de caracoles que se arrastraban en perfecta fila, cada uno guardando su puesto, rumbo al solar de Agustín Ferrara. Nadie había notado que agosto había oscurecido más temprano.





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