domingo, 6 de mayo de 2012

Mirando pa´l techo

Noche de luna llena, mayo 5 de 2012. Bogotá, Colombia (Foto propia)

A la luna le había perdido el cariño, o me lo hicieron perder. Culpa de los que la regalaron en exceso.

Recuerdo una muy especial, hace quince años ya. Fue en la finca de una muy buena amiga con la que perdí contacto. Hay amigos y amigas con los que uno comparte sentimientos, gustos y otras cosas, pero pocos con los que uno se puede dar el lujo de compartir nombre y apellido. Ella cabe ahí, como nadie más: Alejandra Mejía.

La finca de Aleja queda en La Ceja, una población con clima frío en el día y criminal en las noches ubicada al oriente de Medellín. Para llegar hasta allá se puede hacer por cinco vías, tres muy largas y dos, apenas. Las largas pueden resultar inoficiosas, pero no por eso menos entretenidas. En su orden en distancias, de mayor a menor: Autopista norte, Santa Elena y la Variante del aeropuerto. Y las más directas: Las Palmas y El Escobero. Por cualquiera de las rutas se llega hasta la glorieta de Don Diego y de ahí se agarra la carretera de dos carriles –de para allá y de para acá-, amenizada por casas, mucho verde y muchas curvas. Después de veinte minutos se llega al pueblo.

También se puede llegar por la ruta que va desde San Antonio de Pereira y atraviesa toda la parte de atrás del valle, pero es mucho más demorada.

Aleja y su familia tenían en la finca dos perros, un gato, una chimenea, varias gallinas, árboles frutales y un par de hamacas, de las cuales una terminó en el suelo, conmigo encaramado. La casa era de dos pisos, cocina clásica, sala amplia y techo de madera para conservar el calor.

Me gustaba caminar entre los limonares que estaban recién sembrados y cuando se podía lo hacía descalzo. Eran buenos tiempos en los que no importaba tanto fingir ser alguien para disfrutar de cosas simples. Solo se hacía y ya.

Íbamos a la finca a conversar, a reírnos, a cocinar, a contar cuentos. No había Blackberries, ni iPhones, y los computadores, si los había, apenas eran unas enormes máquinas que se tenían que quedar en las casas. En cambio nos envolvíamos en cobijas y nos sentábamos en alguna mesa improvisada a jugar cartas, parqués, dominó o el juego que se nos ocurriera. A veces solo nos quedábamos mirando para el cielo y ya.

Y allá en el cielo una vez vi una señora luna. Redonda, sola y color queso parmesano.

Demás que me quedé mirándola mucho rato, hasta el amanecer, supongo. Era de los que hacía esas gracias. Ya no. Ahora el sueño me agarra mucho antes de que el sol se asome por el oriente. Pero ese día es probable que lo haya hecho. Que me haya quedado mirándola y sin hacer nada más.

Después le fui perdiendo el cariño al ver que se volvía la excusa para justificar el poema de alguno o la canción del otro. Tampoco me gustaban los que se hacían llamar locos por culpa de ella. Esos fueron los peores.

Es verdad que desde esa noche han pasado, más o menos, ciento ochenta lunas llenas más, pero hasta esta noche todas me parecían iguales. No sé qué pasó hoy. Que estaba más brillante, que se vería más grande. No, no fue eso. También ha habido eclipses, ha estado más cerca de la tierra y muchas otras vainas y no me había gustado tanto. A lo mejor fue la simpleza y ya. Que me gustara, así, sin excusas, sin buscarle poesías, sin regalársela a nadie. Solo saber que ahí estaba.

Así que subí a la casa, agarré la cámara y ahí se las dejo.





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