martes, 22 de mayo de 2012

Yui




Mi abuelita tuvo dos bautizos. El primero, hace muchos años, en el que fue llamada María Ruth Gómez  Martínez, sucedió en Jericó, pueblo del suroeste antioqueño. Por tradición fue un bautizo en el nombre del señor, donde fue sumergida su cabeza en una pila de agua y que contó con un Padre celebrando la misa en latín.

¿Por qué María Ruth?, María, debe ser, por la costumbre católica de bautizar los hijos con nombres de santos. De Ruth no tengo la menor idea. Demás que a mis bisabuelos, Alejandrino y Mercedes, les parecía un nombre de moda, como hoy llamarse Sofía, Antonia o Raquel.

Del segundo bautizo puedo asegurar que fue mucho más sencillo y espontáneo, pero no por eso menos simbólico.

Como yo no había nacido o estaba muy pequeño cuando sucedió, supongo que pudo haber sido así: Tenía muy pocos años mi hermana mayor, su primera nieta. Un día, con su lengua que apenas aprendía a soltarse y defenderse, mi hermana intentó balbucear su nombre y en vez de Ruth le salió un “Yui” a medias. Y ¡listo! Así fue, simple. Desde entonces se llamó Yui. Si no tengo idea qué significaba Ruth para mis bisabuelos, puedo decir con certeza que sé qué significaba Yui para sus nietos: amor.

Yo nací tres años después de que Yui se convirtiera en abuela por primera vez y luego, dos años más tarde, nació mi hermano y creímos –nos enseñaron- que ese era su nombre y así la llamamos. Años después, seis para se exactos, comenzaron a llegar otros nietos que también le dijeron Yui y ella nunca nos corrigió el error; por el contrario, disfrutaba que le tuviéramos por nombre esa monosilábica palabra que, hasta ahora, no tiene significado alguno en cualquier lengua conocida. O demás que sí existe, pero nunca tan importante como el que le dimos nosotros.

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Yui hacía las mejores arepas del mundo. Recuerdo que siempre que llegaba a su casa –mucho antes de que nacieran mis primos, su otros nietos- la encontraba moliendo maíz blanco en su eterna máquina de manivela. Me daba miedo esa máquina porque ella me decía que se me podía ir un dedo por ahí. Para un abuelo decir “se le va un dedo” no es el solo hecho de meterlo y ya, ¡no! Es perderlo, para siempre. Por eso prefería estar alejado de la máquina, así mi curiosidad me carcomiera. A veces, cuando estaba apagada, o sea sin ser humano que la manipulara, la estudiaba a ver por dónde era que me podía quedar sin con qué rascarme la nariz por dentro.

El espectáculo entonces era ver a Yui dándole vueltas a la manija con su mano derecha mientras que con la izquierda empujaba los granos de maíz. La máquina, por su parte, cumplía con su lado mágico y sacaba por su boca una masa blanca que caía en un platón de plástico de color rojo.

Tan pronto había terminado de moler, se remojaba las manos con agua fría y hacía bollos a los que después les daba la forma de la arepa como todos la conocemos; luego las cocinaba al fuego directo y las guardaba en un recipiente de plástico de color amarillo con tapa blanca y ahí quedaban para que cada uno de sus seis hijos y sus entonces tres nietos sacara las que quisiera y se las comiera.

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Cuando me veía me saludaba tranquilamente. Me impresionaban sus manos mojadas y frías con las que me tocaba la cara mientras me decía “Mi amor” y sonreía. Yui me enseñó, quizás sin quererlo, que el verdadero amor se entrega sonriendo.

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No sé nada de la vida de Yui antes, de cuando se llamaba Ruth. Por más que quiera imaginármela no puedo. Lo mismo me pasa con mis papás y con mis tíos, que por más historias que me cuenten no logro imaginarme cómo serían las peleas de mi mamá con sus hermanos cuando tenían diez años. Tampoco puedo imaginarme a mi papá con una, entonces, prominente melena subiendo por las faldas de Robledo a recoger musgo para armar el pesebre.

La historia de cada uno pareciera escribirse desde el momento en el que el otro se la imagina.

Yo conocí a Yui de la misma edad en la que mi sobrino conoció a mi mamá. Para mí Yui nació viejita, con su pelo canoso, siempre corto y muy fino. Cuando la saludaba besándole la cabeza me parecía que su pelo era tan suave que me hacía cosquillas en los labios. Yo  aprovechaba para oler su cabeza por unos segundos.  Lo mismo me sucede con mi mamá, que le heredó eso.

La última vez que cumplí con ese ritual con Yui sabía que no habría uno nuevo; por eso aspiré con mucha más fuerza y contuve el aire todo lo que pude. Olí mi infancia, pero mi infancia con ella. Recordé lo enorme que me parecía la casa ubicada en San Javier. Su fachada blanca, su jardín con un árbol que fue tumbado y quemado porque solo producía espinas y cucarachas. Entrando por el garaje se llegaba inmediatamente a la cocina donde siempre me la encontraba haciendo arepas y atrás el patio con una lora que nunca se moría y que luego supe que en realidad no fue una sola lora, si no varias, tan parecidas, que nunca noté el cambiazo.

Tiempo muy valioso de mi infancia se perdió intentando que las loras aprendieran a decir “¿Quiere cacao?” que, se supone, es lo que uno le debe decir a cualquier lora, en cualquier parte del mundo, para poder entablar una sana y lógica conversación.

Cruzando la cocina se llegaba a la sala y a la entrada principal de la casa: una puerta que todo el tiempo estaba abierta y por la que llegaban todo tipo de personas: amigos de mis tíos, primos, familiares y desconocidos que yo siempre creí que también eran familia, no tanto por verlos tan seguido, si no por el cariño con el que Yui y mi abuelito los recibían, sin importar quiénes fueran.

Quizás sin proponérselo, Yui también me enseñó que las personas valen por lo que son, por el simple hecho de ser personas. No por nada la iglesia estuvo repleta cuando la despedimos. Todas las sillas se llenaron de personas que le querían decir adiós a Yui, la que no fue una estrella famosa ni un personaje público. Solo fue la que siempre tuvo su casa abierta para que entraran y saludaran. Para los que siempre hubo una sonrisa de bienvenida.

Junto a la puerta estaban las escaleras que llevaban al segundo piso. Justo allí sucedía una de mis actividades favoritas.

Sin que nadie se diera cuenta, creía yo, subía hasta la habitación de mi tía y le quitaba el colchón a la cama, luego lo llevaba hasta las escaleras, me subía en él y me dejaba caer rodando hasta chocar contra la pared del primer piso. Yo juraba que nadie me estaba viendo, pero ese inocente juego era una de las pocas cosas que de verdad hacían enfurecer a Yui. En mi defensa puedo decir que era un niño que no dimensionaba el concepto del juicio, como pretenden los grandes, que les piden a los pequeños guardar la compostura cuando van de visita a una casa y quieren que uno se quede sentado en una silla sin hacer nada. A veces los adultos olvidan que los niños tienen la energía del mundo. A veces es peor, porque olvidan que también fueron niños.

Luego vienen los castigos y eso es verdadera injusticia: castigar a un niño por ser niño.

No sé si le hice dar muchas rabias a mi abuelita, demás que sí. Sé que fui muy inquieto y que muchas personas me tuvieron fastidio por el solo hecho de ser un poco más activo que el resto. Fui uno de esos niños que llaman “hiperactivos”. No sé qué pensaba Yui de eso, solo sé que nunca me demostró algo diferente al cariño. Nunca me hizo sentir menos, ni tampoco me dejó de saludar. Siempre hubo un “Hola, mi amor” para mí, incluso cuando crecí. Nunca dejó de preguntarme por mi vida, por mi trabajo, por mi salud.

Fui un niño feliz y gran parte de esa felicidad –tan importante para la vida- fue gracias a ella. Hoy una parte gigante de mi niñez se fue con Yui. Se fueron los bolis de cinco pesos que compraba en el colegio y con los que llenaba el congelador. Se fueron los colmillos de Drácula que le comprábamos por veinte pesos a un señor que pasaba por la casa. También le dije adiós a los salpicones de Doña Lucelly, que me pedía que le “mermara” para poder echarle una bola de helado.

También me despedí de las monedas de diez pesos que me regalaba para ir a la tienda y metérselas a la máquina tragamonedas donde siempre estaba Tere, la señora que nos motilaba echándonos agua fría con una manguera y que solo conocía un único corte que lucíamos sin orgullo mis tíos, mi hermano y yo. Tere conocía tanto las máquinas tragamonedas que sabía cuándo era el momento justo para jugar y quedarse con el premio mayor mientras yo, sin ganar nada, solo le pedía al cielo que no me volviera a crecer el pelo para no tener que motilarme nuevamente con ella. Dios también es bromista y me oyó las súplicas, solo que se lo tomó literal.

Con mi abuelita se fueron las mejores arepas del mundo, así como el mejor ají y, dicen mis papás, el mejor mondongo. Se fueron las jugadas de cartas con Jorge, su hermano, y Celina, la esposa de Jorge. También le dije adiós a esos hermosos ojos verdes que tenía y a la envidia porque no estuvieron en mis genes.

Se fueron muchas más cosas que seguirán llegando a mi memoria con el tiempo.

Hoy he estado muy triste, pero solo he tenido palabras de agradecimiento con la vida por habérmela puesto en el camino. No he conocido a alguien que haya hecho tan bien su labor como Yui hizo la suya, la de abuelita. Si esa era su misión en la tierra la cumplió con honores.

No sé si algún día la vida me premia con llegar a esa edad y a ser abuelo, sé que me estoy saltando mentalmente muchos años, solo espero que cuando llegue ese momento logre ser uno bueno porque sé que tuve la mejor maestra.

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“Tita”, así le dice mi sobrino a mi mamá. Cuando intentó decirle abuelita no le salieron las palabras correctas y balbuceó “Tita”.

Así como Yui, mi mamá también tuvo dos bautizos y la historia comenzó a reescribirse.


3 comentarios:

  1. q lindo Alejo... y q bueno q pude conocer a tu abuelita y si yo la quiero... mmm.... ya sé cuánto la querían ustedes.

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  2. uy alejo, lei esta hermosa recopilacion y se me llenaron de lagrimas los ojos, sera porque yo hace mucho tiempo perdí a mi abuela y a mi papa, pero puedo decirte que ellos desde le cielo nos siguen guiando y siguen pendientes de nuestras vidas, hasta que tengamos la alegría de volverlos a encontrar en la inmensidad de la eternidad, dios te la esta cuidando y ella lo esta haciendo por ti y tu familia. un abarazo.

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  3. Que lindo, daría lo que fuera por tener recuerdos asi de alguna de mis abuelitas, pero una se fue del todo cuando tenia 6 años y a la otra la veo cuando mucho, 2 veces al año... :( me hiciste llorar....

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