domingo, 3 de agosto de 2014

Aerosol

A la mañana del tercer día la despertada me dio más duro. Nada se sabía desde la vez que la vi pintando con aerosoles una pared de la vieja casa por donde pasábamos caminando cuando se nos habían acabado las cervezas y donde ella se fumó el último cigarrillo que no sabía a nada. Como el mundo, que tiene tantos sabores que ya uno no sabe qué es lo que está probando; como cuando esa vez en cine me dio por llenar el vaso con todos los sabores de gaseosa y al final la mezcla me sabía a todo y a nada al mismo tiempo.

Agarró el aerosol y se puso a pintar como lo hacía siempre. Y sus dibujos fueron los de siempre: normales; pero para mí los mejores del mundo. La aprendí a querer cuando me senté a hablar de ella y me sorprendí descubriendo un personaje que nadie más veía, solo yo. Así aprendí a quererla, como el personaje que ella misma creó para mí. O a lo mejor los dos lo creamos y ya ese lazo había quedado amarrado. El viento sopló más duro y me sacudió. No debería seguir durmiendo con la ventana abierta. Sé que me hace daño, pero cuando escapó por ahí y me dijo que quien se va por la puerta es porque en el fondo quiere regresar, decidí que iba a dejar la ventana abierta todas las noches para que se contradijera sola, como siempre lo hizo. Le faltaba fuerza a su voz cuando su cabeza la engañaba en la mitad de la frase y sabía que no iba a ser capaz de sostener lo que decía y prometía.

Anoche el frío pegó más duro. Era como si su recuerdo hubiera venido de visita. Las dos cobijas que tenía sirvieron de poco y tuve que levantarme, pero cuando me sorprendí con la manija de la ventana en la mano me quedé quieto y me regañé con un sollozo que nadie más podría haber adivinado. Hoy el sol salió más temprano que todos los días y de color verde.


El aerosol se fue acabando y el dibujo estaba perfecto. A ella no le gustaba. Nunca le gustó lo que dibujaba. Para mí era única.


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