Me enamoré de su nombre, de cómo sonaba, de cómo se movía mi
boca cuando lo decía. Me enamoré de su nombre y de la sensación que me daba
cada vez que lo leía, cuando aparecía por ahí sin darme cuenta; cuando me
sorprendía.
Demás que me gustaban otras cosas, pero su nombre era
especial. Demás que me acostumbré a leerla cuando dormía, cuando me
quedaba mirándola y la llamaba en mi cabeza sin querer despertarla. Y repetía su nombre como para que no se me olvidara. Alguna
vez leí que si haces algo mil veces seguidas lo vuelves automático y si lo
haces un millón lo vuelves genético. No sé dónde lo habré leído y si será cierto
o no. A mí no me interesaba hacerlo un millón de veces. Tampoco mil. No era
necesario. No quería que fuera automático, yo quería disfrutarla hasta en esos
pequeños detalles de repetir su nombre y sentir cómo me daban cosquillas en la
punta de los labios con el fonema de la m.
Me levanté un domingo temprano y salí caminar por las calles
viejas de Sieterríos. La poca gente que estaba despierta después de la fiesta
de aniversario de los Camacho seguía bailando al ritmo de una música que había
dejado de sonar desde hacía más de tres horas, cuando el discjockey de la única
emisora del pueblo se había quedado dormido de puro cansancio a pesar de haber
recibido el pago adelantado y duplicado para que cumpliera la orden de no dejar
de poner música hasta que el último habitante de la casa se quedara dormido. Ahora
no se han dado cuenta que dejó de sonar hace más de tres horas. Están
tan borrachos que siguen bailando cada uno un ritmo diferente, el que suena en
sus cabezas, el que cada uno se inventa. Para ellos ya la música es vaina de
otros tiempos, ahora lo que importa es lo que sienten.
Los Camacho llegaron a Sieterríos cuatro años y dos noches antes de que yo llegara. Bajaron sus maletas del carro y entraron a la casa. Entonces durmieron durante una semana entera, sin salir a la calle, sin ver a nadie, sin comer nada. Dicen que llegaron huyendo, pero jamás se les ha visto una sola lágrima. No extrañan nada. Cada año celebran un aniversario que nadie sabe por qué es, pero nadie tampoco pierde la oportunidad de comer y bailar hasta que el último habitante de la casa se quede dormido.
Caminé hasta el viejo molino, doblé a la derecha y seguí hasta que mis pies tocaron el mar. Me quité los zapatos y dejé hundir mis dedos en la
arena, en parte para refrescarme y en parte para enterrar recuerdos. El mar
ayuda a sanar. Caminé mucho porque Sieterríos solo tiene mar en Junio.
El mar todo lo sana. Aisinamonrolyu
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